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Cuando la primera de las dos muertes de Franco —porque hubo dos— yo estaba tan tranquilo en mi buhardilla leyendo poesía. Agonizaba el dictador en la clínica de Madrid cuando un falso rumor llevó a Santiago Carrillo, el dirigente comunista español en el exilio, a anunciar por Radio París, antes de tiempo, la muerte del dictador. Mi vecino de buhardilla —un misterioso negro que no me hablaba nunca, pero que ese día lo hizo— se enteró de la noticia en su transistor y tuvo el detalle de dar unos golpes en mi puerta y, al abrirle yo con más miedo que otra cosa —era un negro de Costa de Marfil de dos metros de altura y cierto aspecto de caníbal—, me dijo: «Buenos días, tubab. Franco de España mort, muerto.» Luego, soltó una carcajada y me mostró, no sé si a propósito, sus afilados dientes. Me dio una gran alegría la noticia, aunque mantuve la compostura, exhibí cierta flema, supongo que tratando de evitar que él se diera cuenta de que me intimidaba. «¿Qué es eso de tubab?», me limité a decirle. No contestó, regresó a su buhardilla.

Naturalmente, ya no seguí leyendo poesía. Salí a la calle a celebrar la muerte con el primer amigo que encontrara. En aquellos días, aparte de leer a Borges (al que acababa de descubrir) y a todo el panteón negro de la literatura (con Roussel y Rimbaud al frente), seguía leyendo (como ya hacía en Barcelona) poesía de la generación del 27, sobre todo Cernuda, Salinas, Larrea, García Lorca y Guillén. Leía mucha poesía. La de la generación del 27 llevaba tiempo influyendo en mi llamémosla formación de escritor. De hecho, en el período inmediatamente anterior al de mi vida en París, yo no había hecho más que leer poesía en Barcelona, y no sólo la del 27 sino también a Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado y algunos poetas de posguerra como Blas de Otero, y todo eso había ido influyendo en mi aprendizaje previo a mi vida en la buhardilla y me había ido animando a escribir.

A la poesía española, pues, nunca la perdí de vista, fui leal a ella, después de todo era la que me había empujado, en mis años de universidad en Barcelona, a pergeñar algunos ingenuos versos de primera hora, que aún conservo, como aquellos de mi poema Juventud a la intemperie, que hoy en día irónicamente podría retitular La desesperación en negro, pues se trataba de un poema muy eufórico y optimista, pero que en el fondo no ocultaba mi angustioso y total desconcierto ante la vida: «Yo tenía programado un mundo / cargado de pizarras y frailes viejos / que lloraban salmos / mientras bebían latín / contagiando geografías muertas (…) pero ahora me preparo para derrochar libertad / sentir que por fin estoy viviendo la vida / que nunca los viejos cabrones soñaron para mí…»

¿Derrochaba yo libertad en París? No mucha, si acaso derrochaba riesgos de pulmonía. Se me estropeó la estufa eléctrica, por ejemplo, y pasé varios días con un frío inmenso en la chambre. Sin calefacción central, como la que yo tenía en casa de mis padres, no había verdadera o, mejor dicho, completa libertad. Eso en el fondo yo lo sabía, pero prefería engañarme a mí mismo y creer que el frío y la bohemia eran la pura libertad. Era un poeta frustrado que, habiendo querido escribir grandes versos, había rebajado mis ambiciones y aceptado ser tan sólo (tenía ya bastante con el trabajo que me iba a dar eso) un narrador. Pero arrastraba los ideales perdidos de mis deseos de ser poeta. En el fondo, lo que narra el manuscrito criminal de La asesina ilustrada es la muerte del poeta que yo había querido ser.

En fin. En el momento de enterarme de la muerte de Franco, yo leía poesía. Pero nada más saber que había muerto el general asesino, dejé de leer y salí a la calle en busca de algún amigo para celebrarlo y me encontré con Javier Grandes, que no sabía nada de la muerte del dictador y me abrazó con fuerza y nos abrazamos mucho y saltamos con tanta alegría y de forma tan bestial que acabé torciéndome un tobillo. Una hora después, con el pie vendado, me enteraba de que Franco no había muerto y maldecía a Santiago Carrillo. En los días siguientes, medio inmovilizado por el accidente, regresé a la lectura de poesía. Y entonces, un día, volvió a morirse Franco, volvió a decirlo la radio del vecino negro, y esta vez era verdad, pero ya no podía saltar de alegría, pues de alguna forma ya lo había celebrado y, además, mi tobillo fio respondía. Volvió a llamar a la puerta el negro y volvió a llamarme tubab. Tuve por unos momentos la impresión de que cada vez que se moría Franco, a mí me llamaban tubab. La segunda muerte del dictador me encontró también leyendo poesía. En esta ocasión, leyendo Canto del despertar, unos versos de Claudio Rodríguez: «Como si nunca hubiera sido mía / dad al aire mi voz y que en el aire / sea de todos y la sepan todos / igual que una mañana o una tarde.»

Abrí la ventana de la buhardilla. Había muerto un dictador, el gran asesino y, aunque no podía decirse que, como decía Claudio Rodríguez en su poema, fueran míos el viento o la luz, me dije que tal vez pronto mi voz estaría en el aire y sería de todos. En un primer momento, me dio por pensar que el acontecimiento de la muerte de Franco era un hecho histórico muy importante, tenía algo de ese canto del despertar del que hablaba Claudio Rodríguez. Y me puse solemne. Me dije que tal vez se iniciaba una nueva etapa para mí y para el viento y para la luz. Y de repente…

No iba a ser la última, pero aquella fue la primera vez que me ocurrió algo así en la vida. Estaba sintiendo que las circunstancias de aquel momento eran pavorosamente trascendentes cuando de pronto, sin apenas darme cuenta, me alejé del trance solemne y fui a parar directamente a una nadería, pues me vino a la memoria una palabra extranjera, que era, si se quiere, una bobada comparada con la trascendencia del momento, pero que a fin de cuentas me permitió relajarme, porque en esa nadería descansó de pronto mi ánimo.

La palabra extranjera era Savannakhet.

Era un nombre oriental que se repetía obsesivamente en India Song. Era un nombre oriental, una palabra extranjera que a mí, por el modo en que la pronunciaba una mendiga india en la película, me sonaba más a pregunta que a nombre propio, a pregunta en forma de grito espeluznante, como si alguien gritara como el vicecónsul y dijera: ¿Y ahora qué? Sonaba igual que Savannakhet. Y ahora qué. Sonaba angustioso. Era un grito, era una pregunta, era una palabra tan perdida como el nombre de Venecia en Calcuta desierta.

Era un grito, era una pregunta, era una palabra que luego en la película se convertía en una canción.

Una canción de Savannakhet.

¿Y ahora qué?

Franco había muerto y de pronto yo sólo pensaba en los temblores de la luz del monzón en un parque junto al Ganges. Franco había muerto y yo sólo era capaz de pensar en Savannakhet. Parecía una frivolidad. Pero luego me dije: ¿Y qué?