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Dice la leyenda que Hemingway, armado de una metralleta y acompañado por un grupo de la Resistencia francesa, el 25 de agosto de 1944, tras cuatro largos años de ocupación alemana, se adelantó unas horas a la entrada de los aliados en París y liberó el bar del Ritz, el famoso Petit Bar de la rue Cambon. Exactamente la leyenda dice que Hemingway liberó las bodegas del hotel. Después, tomó una suite en él y, en una casi permanente nebulosa de champagne y coñac, se dispuso a recibir a amigos o simples visitantes que fueran a felicitarle. Entre los que se presentaron en el hotel, estuvo André Malraux, arrogante a más no poder. El escritor francés entró desfilando en el Ritz con un pelotón de soldados a sus órdenes, convertido en todo un coronel con lustrosas botas de caballería. No puede decirse que hubiera ido al Ritz a felicitar a nadie, y menos a Hemingway, que lo advirtió enseguida y que inmediatamente se acordó de que aquel orgulloso coronel había abandonado en 1937 la guerra civil española para escribir L’espoir, la novela que algunos cándidos habían elevado a la categoría de obra maestra. Enseguida se vio que el coronel Malraux alardeaba de su pelotón de soldados y se reía del manojo de desarrapados que estaban a las órdenes de Hemingway, el liberador del bar del Ritz.

«Qué pena», le dijo Hemingway a Malraux, «que no tuviéramos la ayuda de tus fantásticas fuerzas cuando tomamos París.» Y uno de los incondicionales desarrapados a las órdenes de Hemingway murmuró al oído de su jefe: «Papa, on peut fusiller ce con?» («Papá, ¿podemos fusilar a este gilipollas?»)

El 25 de agosto de este verano fui al Petit Bar, a ese pequeño bar al que hace veinte años le cambiaron el nombre y ahora la dirección del Ritz llama Bar Hemingway, aunque ha tenido otros muchos clientes famosos: Marlene Dietrich, Scott Fitzgerald, Ingrid Bergman, Graham Greene y Truman Capote, entre otros.

Al entrar allí con mi mujer con la idea de celebrar el 58 aniversario de la liberación del bar, me encontré el pequeño local repleto de una multitud de gente que, en medio de una horrenda borrachera general, daba la impresión de estar celebrando también aquella fecha. Gente fea, muy ebria. Lo que yo vi allí distaba mucho de ser paradisíaco. «Cuando sueño en el Paraíso», decía Hemingway, «me veo siempre transportado al Ritz de París.» Me sentí en la obligación inmediata de advertirle a mi mujer que aquello, contrariamente a lo que esperaba, no era el Paraíso. «Pero es preferible al Paraíso», dijo mi mujer enigmáticamente. Iba a decirle que no entendía a qué se refería cuando algunas de las personas que estaban en el bar, al vernos buscar una mesa, intercambiaron comentarios entre ellas y algunas incluso se rieron, nunca sabré de qué. «¿Has visto cómo se ríen estos majaderos?», le dije a mi mujer, que se encogió de hombros, pues aquello no parecía afectarla tanto como a mí, que siempre me he tomado las cosas más gravemente.

Recordé que, cuando era joven y vivía en París, iba a aquel bar, que todavía se llamaba Petit Bar, y nadie se reía de mí. Al contrario, allí hubo hasta quienes me tomaron muy en serio y me dieron consejos, muchos consejos. Siempre que había una mesa libre, me gustaba sentarme a una de las del altillo del bar. Un día, estando en ese altillo con Vicky Vaporú, ella se dignó —a eso le llamo yo tomarme en serio— darme un consejo que nunca he olvidado: «Siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha disfrutado de las facilidades que tú has tenido.» Días después supe que la frase era de El gran Gatsby y le pedí explicaciones a ella, que casi lloró al verse descubierta al tiempo que percibí que de todos modos su consejo me lo había dado de buena fe, con muy buenas intenciones, y que nadie en París me tomaba tan en serio como ella.

Casi lloró y se excusó diciendo que había sido un homenaje a Scott Fitzgerald, que era asiduo cliente de aquel bar y que había escrito, además, un cuento titulado Un diamante tan grande como el Ritz, que era a lo que ella aspiraba en la vida, a tener un diamante de aquel colosal tamaño. Vicky Vaporú, además de ser la travestí más guapa del Quartier Latín, era lo más parecido que ha existido nunca a la Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s de Truman Capote. En las claras, frescas mañanas de París, me la encontraba de repente por el barrio y me hacía preguntas que me recordaban a la heroína de Capote: «Yo creía que los escritores eran muy viejos. Aunque, claro, Patrick Modiano no es viejo. Por cierto, ¿Hemingway lo es?» «Está muerto», me vi obligado a contestarle.

En las claras, frescas mañanas de París me la encontraba de repente por el barrio comprando el pan y me hacía en voz alta preguntas muy divertidas o increíbles para la hora que era y sobre todo teniendo en cuenta que estábamos haciendo cola en una panadería. Recuerdo especialmente una de esas preguntas: «¿Verdad que yo no soy una mujer sofisticada ni falsificada sino que soy una falsificación verdadera?» Toda la cola del pan nos miró, claro. En cierta forma, aquella escena fue un antecedente de esa sensación que tuve este 25 de agosto, cuando al entrar en el antiguo Petit Bar todo el mundo nos miró y algunos se rieron de nosotros. ¿En eso consistía madurar? Cuando era joven (pensé), en este bar nadie se reía de mí, y, es más, me daban consejos y me tomaban más en serio.

Un día, también en el altillo, el actor Jean Marais, el héroe de las películas de Jean Cocteau, me había dado un misterioso consejo al que desde entonces no he cesado nunca de darle vueltas. Había ido yo acompañando a un periodista amigo que le entrevistaba para una revista española. Al final de la reunión, Jean Marais se enteró de que yo quería ser escritor y, dando un rodeo antes del consejo, me dijo que seguro que yo soñaba con alcanzar la fama. «¿No es así?», me preguntó. No le contesté, no sabía muy bien qué decirle, en realidad más que la fama yo deseaba triunfar en París, pero tal vez una y otra cosa eran lo mismo. «La fama», dijo entonces Marais, «está hecha de mil rumores y malentendidos que suelen guardar poca relación con la persona real.» Yo le escuchaba sólo a medias y no sabía muy bien adónde quería ir a parar, y lo que mentalmente me tenía más ocupado en aquel momento era lo mucho que imitaba a Jean Cocteau, pues hablaba como él, se había impregnado de la personalidad de su antiguo amante y maestro, a veces sus gestos eran una copia exacta de los de Cocteau. Cuando me anunció que iba a darme un consejo, pasé a escucharle con atención. «Fabrícate un doble de ti mismo», dijo Marais, «que te ayude a afirmarte y pueda incluso llegar a suplantarte, a ocupar la escena y dejarte tranquilo para trabajar lejos del ruido.» Tiempo después, supe —y no me extrañó nada— que ese consejo era una famosa frase que solía decir mucho Cocteau.

Así pues, el bar del Ritz era un local en el que yo había oído todo tipo de consejos. Me faltaba el que iba a darme mi mujer, este pasado 25 de agosto, cuando al ver el panorama que ofrecía el bar en aquel día del aniversario de la gesta de Hemingway le dije que, cuando se celebra una fiesta, sea la fiesta que sea, no hay razón alguna para que nosotros tomemos parte en ella. Se lo dije con la intención de que no nos quedáramos allí. Como no me decía nada, insistí: «Además, no estamos en el Paraíso del que hablaba Hemingway.» Entonces ella me dio un consejo que nos mantuvo en el bar hasta el despuntar del día siguiente: «Precisamente por eso te aconsejo que nos quedemos un rato aquí, aprovecharemos que no es el Paraíso para reírnos un poco. Piensa que en el Infierno no van a dejar que nos riamos, y aún menos en el Paraíso, allí seguro que no nos conviene nada hacerlo.»

Este 25 de agosto, mi mujer y yo liberamos nuestros impulsos más secretos, como si estuviéramos liberando la bodega del Ritz, los liberamos tal vez demasiado. Empezamos pidiendo dos daiquiris y, al animarme un poco, le conté a ella el encontronazo militar de Malraux con Hemingway en el Ritz. «Estoy cansada de ti, Hemingway», me dijo de pronto mi mujer, hija y nieta de militar. Y yo debería haber recordado en ese momento que pernoctaba en ella —el verbo más adecuado es precisamente este término castrense, pernoctar— una fobia suya de tipo militar, un odio sólo nocturno y con alcohol por medio, una oculta pero seria animadversión contra mí y sobre todo contra mi manía de que alguien por fin un día, aunque sea a modo de mentira piadosa, me diga que me parezco físicamente a Hemingway. Pero no le di la debida importancia a aquel primer conato de agresividad. Pedimos dos daiquiris más y luego otros dos y luego diez más, y yo pasé a llamar a los daiquiris cócteles Malraux. Sonaba bien, me parecía que sonaba perfecto: cócteles Malraux. Pero todo se había ya vuelto peligroso, como un gigantesco cóctel molotov. De pronto descubrimos que estábamos ya más allá de la madrugada y, por decirlo en términos hemingwayanos, al otro lado del río y entre los árboles. Riendo como felices y verdaderos majaderos, se nos habían pasado volando las horas y se nos había hecho de día en el bar. Yo estaba hablando con unos norteamericanos absolutamente estúpidos cuando de pronto mi mujer, en su borrachera extrema, dejó de reír, porque le pareció que mis desarrapados —eso dijo— la miraban mal. «¿Qué desarrapados?», pregunté desconcertado. Los desarrapados eran, según ella, los estúpidos con los que yo hablaba, «tu ejército personal», los últimos borrachos del bar. La miré a ella y me recordó al coronel Malraux y no pude evitarlo, se me escapó esto: «¿No estarás pensando que te quiero fusilar?» Nunca debí hacer esta pregunta, nunca. Delaté que también una secreta fobia pernoctaba en mí. Siguió una refriega militar, yo en mi papel de papá Hemingway y ella en el de Malraux. Siguió una refriega terrible y yo perdí la guerra y dos dientes, y también perdí la confianza en mí y la confianza en ella. A mi mujer no pude más que odiarla cuando al día siguiente me dijo que estaba más guapo. «Con dos dientes menos, ya no te pareces tanto a Hemingway», ironizó.