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Iba mucho al cine y entre mis películas favoritas siempre estuvo El conformista, de Bernardo Bertolucci. Adoraba las intervenciones de Dominique Sanda, Stefania Sandrelli y las del ambiguo Pierre Clementi. Y adoraba también la extraordinaria fotografía de Vittorio Storaro, pero sobre todo lo que más me había fascinado siempre de aquella película tan diferente de todas era la manera nada ortodoxa de contar la historia, una historia que avanzaba a base de saltos, como se avanza cuando se está haciendo una novela y uno no sabe qué va a pasar y si va a llegar al final. Bertolucci, al igual que hacía Cortázar en Rayuela —novela que leí para sentirme más atado a París y que admiré en su momento—, convertía en juego la narración. Y yo me preguntaba qué día me atrevería a comenzar una novela con ese espíritu de juego que había encontrado en Bertolucci y Cortázar, saltando de casilla en casilla con la libertad primitiva que tuvo en sus inicios el arte de contar. Aun sin llegar a la categoría de rayuela perfecta, otra película de Bertolucci, El último tango en París, también me produjo cierta conmoción, muy especialmente por su comienzo arrebatador, con un Marlon Brando desorientado y muy desesperado —como yo mismo, pensé—, perdido por las calles de París. Con un comienzo como aquel, partiendo de aquella situación extrema, todo parecía posible. Eran días en los que el cine era un espejo. Un espejo incluso de mi desorientación porque no ignoraba —y sufría por ello— que, del mismo modo que el cine organizaba la realidad visual, las buenas novelas organizaban la realidad verbal. Yo todo eso, por ejemplo, no lo ignoraba, pero, sin embargo, a pesar de que había encontrado el juego narrativo y los saltos de casillas y los patrones ideales para relatar, no sabía cómo podía organizar esa realidad. Es más, la sombra de una alarmante pregunta planeaba sobre mi buhardilla. ¿Cuál era mi realidad? Si no la conocía, ¿cómo la quería organizar?

Doy un salto ahora y cambio tal vez de tema, pero no cambio de casilla. Las reglas del juego también están para jugar con ellas. Salto para confesarles ahora a todos ustedes que me siento afortunado de no añorar mis años de aprendizaje como escritor. Porque si yo, por ejemplo, pudiera decirles ahora a ustedes que recuerdo de aquellos años la intensidad, las horas consumidas escribiendo en la buhardilla, consumido yo también a lo largo de todo un día y luego, por la noche, inclinado sobre mi mesa mientras el mundo dormía, sin sentir cansancio, electrizado, trabajando hasta la madrugada, y aun después… Si yo pudiera decirles algo de todo esto, pero es que no puedo hacerlo, no hay mucha grandeza, belleza o intensidad en los minutos de mi juventud dedicados a la escritura. Lo sé, es deplorable. Pero ésa es mi suerte, vivo sin nostalgia. No añoro ni mi pureza, ni mi entusiasmo estimulante, ni la intensidad. Es como si en París lo hubiera ido postergando todo con habilidad para sentir verdaderamente la seducción de la escritura en estos años de ahora, los de la edad tardía.