Iba mucho al cine, a ver India Song. Por un motivo u otro siempre estaba viendo India Song, la mejor película de Duras. Alguien no la había visto y yo le acompañaba a verla. La vi muchas veces cuando se estrenó en 1975 en varios cines de París con notable éxito, la vi muchas veces y siempre me fascinó, y, además, la sentía como algo mío, tal vez porque había asistido muchas veces al rodaje, sobre todo cuando estuvieron filmando en el palacio Rothschild del Bois de Boulogne, a cuatro pasos de los lugares donde, dos meses antes, una noche habíamos buscado ella y yo putas de primera comunión. Ese palacio lo había descubierto Marguerite en uno de sus largos paseos por la ciudad, y desde el primer momento se sintió atraída por el lugar. Hasta el final de sus días se sintió impresionada por ese espacio, y contaba que Goebbels había vivido allí y que algunos criados de los Rothschild habían podido realizar actividades para la Resistencia en habitaciones secretas del palacio, a espaldas de los alemanes. Era un palacio en el que, después de la guerra, los Rothschild decidieron no volver a residir jamás. Cuando Marguerite lo escogió como lugar de rodaje, todo estaba en un notable estado de abandono, de desmoronamiento. Era una casa enormemente decadente y muy idónea para lo que intentaba Marguerite contar que pasaba en ella y que no era más que una historia de amor inmovilizada en el punto culminante de la pasión. En torno a esa historia de amor, estaba el mundo exterior, la India. Y con ella el horror, el hambre, la lepra y la humedad del monzón. También el horror aparecía inmovilizado en su paroxismo cotidiano. Unas voces —sin rostro— eran las que se encargaban de hablar y tratar de reconstruir esa historia de amor que las voces recordaban vagamente, aunque no habían olvidado el grito de amor del enamorado en plena recepción de la embajada de Francia, el grito del vicecónsul pronunciando el nombre de la amada, el nombre de Anna Maria Stretter. Se oían sirenas de barcos a lo lejos y trinos de pájaros cercanos. Toda la película era el eco de un gran grito de amor.
En ocasiones con Raúl Escari y en otras con Adolfo Arrieta, fui muchas veces al rodaje y presencié cómo el parque de los Rothschild se transformaba en un jardín colonial. Una enorme lámpara de cuarzo atraía a las mariposas nocturnas, que se abrasaban a cientos. La luz blanca del verano parisino adquiría el color del monzón. A Marguerite, en el día del preestreno, le encantaba que le preguntaran en qué región de la India había rodado la película. Me acuerdo de que, al final de esa primera proyección, se acercó Robbe-Grillet para decirle que, como le pasaba con todas las que ella filmaba, le había gustado mucho la película. Y recuerdo que yo me quedé helado pensando si había oído bien o ella había vuelto a hablar en su francés superior cuando oí que le decía a Robbe-Grillet que lamentaba mucho no poderle decir lo mismo de sus películas. Creo que nunca hasta entonces había oído hablar en mi vida con tanta franqueza, y tal vez por eso me quedaron aquellas palabras muy grabadas en la memoria. Es más, he imitado ese tipo de franqueza en algunas ocasiones de mi vida, siempre con malos resultados, pues en todos los casos los afectados han reaccionado mal y se han convertido en enemigos míos y yo he acabado, por una curiosa asociación de ideas, considerándoles a ellos enemigos a su vez de la belleza de India Song, de la extensión crepuscular del eco de un gran grito de amor en la noche india: una asociación que con el tiempo he sabido que no era tan descabellada como yo creía, pues India Song gusta exclusivamente a mis amigos.