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Iba mucho al cine.

De mis últimos días en París recuerdo mucho la tarde en que casualmente, en una de las pequeñas salas del Quartier Latin, vi Tres long plays americanos, un cortometraje de Wim Wenders del año 1969, donde la banda sonora, la música de rock and roll, tenía una importancia absoluta, por encima incluso de la imagen. Me vino de pronto a la memoria la olvidada banda sonora de mi vida. «Hemos olvidado hace tiempo», escribe Walter Benjamin en Dirección única, «el ritual según el cual fue edificada la casa de nuestra vida. Pero cuando hay que tomarla por asalto y empiezan a caer las bombas enemigas, ¡qué de antigüedades descarnadas y extrañas no dejan éstas al descubierto entre los fundamentos!»

Aquel día, en aquella pequeña sala de cine, apareció una antigüedad extraña que yo había sepultado en los sótanos del edificio de mi vida: el recuerdo del día de 1963 en el que yo iba andando por la calle Pelayo de Barcelona y oí de pronto por primera vez a The Beatles, que cantaban Twist and Shout, una música que a mí me pareció diferente de todas y que me descubrió el sentimiento de una felicidad rara, impensable hasta entonces.

Descubrimiento del rock and roll, que me salvó la vida, o que al menos me dio el impulso para buscarla. El rock and roll era algo que mi generación no había heredado de nadie y por tanto no había quien nos enseñara a quererlo. Al contrario, más de uno quería convencernos de que debíamos despreciarlo. El pelo largo de The Beatles, que hoy nos parece una banalidad, en realidad no lo fue, más bien todo lo contrario, yo creo que fue un hecho decisivo para el rock, porque creó un sentimiento de identidad totalmente distinto del capitalismo. En cierto sentido, fue un paso hacia una revolución, pues fue el rock lo que nos otorgó a muchos, por vez primera, un sentido de identidad. Y esto fue posible porque ante todo el rock, a pesar de nuestra desesperación (ficticia o no), nos conectaba con una felicidad extraña.

Aquel día, en aquella sala del cine del Quartier Latin, recuperé el recuerdo enterrado en los fundamentos de la casa de mi vida, el recuerdo de aquel Twist and Shout que había cambiado mis perspectivas. Tres long plays americanos comenzaba con un viaje en coche, y la cámara se demoraba encuadrando desde la ventanilla el paisaje que se movía lateralmente. Se veía pasar la ciudad, los negocios, carteles publicitarios, las afueras, cementerios de automóviles, fábricas, mientras se oía la música de Van Morrison. Las voces de Wenders y Handke comentaban fuera de campo los discos que escuchaban en la radio del coche. El verdadero héroe de aquella película era el rock and roll, que se convertía en el único vehículo de comunicación en un universo desolado e impenetrable. No importaba lo que había fuera —aquella no era una road movie—, sino lo que había dentro: la radio del coche, la banda sonora de la película, el rock.

Desde aquel día, Van Morrison es mi cantante favorito. Fue un día supongo importante para mí, pues descubrí que debía perder ciertos complejos y no considerar la música de rock ajena a lo que yo podía escribir. Fue también el día en que me di cuenta de que no debía dejarme intimidar por algunos escritores españoles de mi generación que decían estar sólo interesados en la música clásica y que, por ejemplo, se habían compadecido de mí el día en que se me ocurrió citarles a los Rolling Stones. Fue el día en que me di cuenta de que no sólo no debía descartar nunca nada a la hora de crear, sino que no debía dejarme influir por la mirada compasiva de aquellos pedantes de mi país tan atrasado, escritores altivos y anclados en una literatura de cartón piedra. Fue el día en que descubrí que a la hora de escribir no debía descartar nada pues, como decía Walter Benjamin, el cronista que narra acontecimientos sin distinguir entre pequeños y grandes se guía, al hacerlo, por esta verdad: de todo lo ocurrido nada debe ser considerado perdido para la historia. Fue el día en que descubrí que había en el extranjero escritores y cineastas de una generación anterior a la mía —como Wenders y Handke— que dialogaban sin complejos sobre el rock and roll, sobre la felicidad extraña que puede dar de golpe una canción de Van Morrison. Seguí viviendo en la desesperación, pero con momentos de felicidad extraña que de vez en cuando me llegaba —me sigue llegando— del rock and roll.