Iba mucho al cine.
Sentí auténtica conmoción viendo Notre Dame de París en la versión del mediocre director Jean Delannoy de la novela de Victor Hugo. Si bien la película era a todas luces horrenda, la historia del jorobado Quasimodo y la bella Esmeralda me llegó al alma. A la salida de la película, fui andando hasta el Hotel Esmeralda, junto a Notre Dame, el famoso Esmegaldá, centro indiscutible en aquellos días del alma bohemia de la ciudad, un legendario espacio de libertad sobre el que circulaba el rumor de que las habitaciones no tenían llave y, además, estaban comunicadas todas entre sí. Germán, un joven español que trabajaba en la recepción y que era amigo de Arrieta y Javier Grandes, me contó que el hotel lo frecuentaba mucho, y siempre con notable escándalo, el travestí que imitaba a Josette Day.
¿Y quién era la verdadera Josette Day? Germán me explicó que era la actriz que había protagonizado La bella y la bestia de Cocteau y que era famosa sobre todo porque, después de rodar esa película, se había casado con un belga que era uno de los hombres más ricos del mundo y a quien había arruinado al dejarse arrastrar por su fascinación por las esmeraldas.
«Y todo eso me lo cuentas en el Esmeralda», fue todo lo que se me ocurrió decirle a Germán, que absurdamente se molestó conmigo por la obviedad —dijo— de mi comentario. Encontré tan injusto, por desproporcionado, ese enfado que no tardé nada en marcharme de allí, no sin antes agradecerle que me hubiera contado quién era la verdadera Josette Day. Salí del Esmeralda y decidí subir hasta lo alto de Notre Dame, donde no había estado nunca, y conocer el mítico territorio de Quasimodo. Subí en compañía de unos turistas y, una vez arriba, quedé enormemente turbado ante lo que vi. La fotógrafa Martine Barrat, amiga de amigos comunes, estaba inmortalizando con su cámara a Raúl Escari, que en aquel preciso instante compartía un joint con William Burroughs, porque era Burroughs el que estaba allí con mi amigo, desde el primer momento no me cupo ninguna duda, aunque mi extrañeza, sorpresa y turbación ante aquel descubrimiento fueron grandes. ¿Qué hacía Raúl con aquel famoso escritor allí en lo alto de Notre Dame? Claro que, puestos a preguntar, también debería haberme preguntado qué hacía yo también allí en lo alto.
Me di cuenta de que ignoraba muchas cosas sobre mi buen amigo. Me sentí, por otra parte, tan excluido de aquella escena que no me atreví a ir hasta ellos y saludar. Como no me vieron, preferí no decirles nada, me veía a mí mismo como un pobre diablo al que hubieran arrojado de pronto al mundo de lo desconocido.
En los días siguientes, cuando veía a Raúl no podía dejar de tener todo el rato presente que él me ocultaba amistades y seguramente historias y que los otros tal vez no eran el infierno —como decía Sartre—, pero sí unos completos desconocidos por mucho que creamos conocerles. Hasta que, un día, el propio Raúl me mostró la foto de Martine Barrat. «Estuve con Burroughs el otro día, ¿sabes?», me dijo con una sencillez y ausencia de misterio total. Y si hubo alguien allí misterioso y enigmático fui yo mismo, sobre todo cuando le dije: «Yo estaba en lo alto de Notre Dame, pero no me acerqué a vosotros porque no me atreví, estabas con una persona tan famosa…»
Raúl me miró como si quien fumara los joints fuera yo. En realidad me miró como le había mirado yo cuando le vi allá en lo alto junto a Burroughs. Pero lo más asombroso de todo es que muy poco después, dando muestras de que me conocía muy bien, supo notar que, por muy extraño que fuera, yo estaba diciendo la verdad y hablando además algo resentido y movido por los celos. Creyó tanto en lo que le había dicho que se disculpó antes de decirme que al día siguiente había quedado para jugar al flipper con Serge Gainsbourg. Muchas veces he pensado que en realidad no se fundó del todo nuestra gran amistad hasta que llegaron esas dos serias escenas de misterio, perturbación y celos.