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Como la buhardilla tenía un mínimo y repugnante lavabo comunal en el rellano y carecía de ducha, iba semanalmente con una toalla, en largo trayecto en metro, a asearme a los baños públicos de la estación de Austerlitz, donde precisamente llegaban todos los trenes procedentes de mi ciudad, lo que me infundía un miedo bastante grande a ser descubierto por amigos o conocidos de Barcelona recién llegados a París. Pocas cosas me aterraban más que la posibilidad de ser avistado por ellos, es decir, que de pronto me vieran con mi humilde toalla de baño y descubrieran las condiciones no idílicas en las que me preparaba en París para ser un gran artista como Hemingway. Naturalmente, un día, lo que más temía sucedió. Oí mi nombre, miré a ver quién me llamaba, y era Antonio Miró, hoy un famoso diseñador de moda y entonces el dueño de la entrañable tienda de ropa Groe de la Rambla de Cataluña de Barcelona.

Por suerte, me encontró recién duchado, no lo contrario. «¿Qué haces tan repeinado por aquí?», me preguntó. Tardé un par de segundos en reaccionar y creí hacerlo con astucia. «Tengo una cita», dije, guiñando un ojo. «Caray. Qué calculador eres. Vas con toalla y todo», me dijo.

Aquellos largos viajes en metro para ducharme pertenecieron siempre al mundo del absurdo, sobre todo los regresos a la buhardilla, tan ridículos tras el aseo inútil, pues, tras pasar de nuevo por el metro, volvía a mi vivienda tan sucio como había salido de ella. Y encima siempre con el temor de que en la puerta estuviera esperándome alguien y me viera llegar con la triste toalla y la cara sucia.

Y es que a la buhardilla subían a veces amigos del barrio a saludar, otros a curiosear, y algunos, que me llegaban de Barcelona, a intentar —no solía permitirlo a casi nadie— quedarse a dormir. La joven Petra fue una de las que fueron para esto último. En su caso, y haciendo una excepción, le dije que podía quedarse. No andaba precisamente sobrado de mujeres y aquella era una bendición del cielo. Me había acostado con ella varias veces en Barcelona, en realidad había sido la última novia (secreta, por fea y proletaria) que había tenido antes de dejar mi ciudad. La encontraba muy horrorosa, pero eso precisamente me excitaba muchísimo. Eso y el que fuera hija de obreros de la periferia más periférica de Barcelona, que me excitaba aún más, entre otras cosas porque, a diferencia de las de mi clase social, acostarme con ella me infundía un menor temor al fracaso sexual, relativo o total. Con ella me sentía menos tenso y más desinhibido en la cama y podía ir aprendiendo como amante, siempre con la ventaja añadida de que, en el caso de no estar a la altura, no se enteraba nadie de mi medio social y yo podía seguir con mis alegres prácticas de inseguro sexual.

La joven Petra llamó a la puerta y unos segundos después se paseaba desnuda delante de mí tapando con su cuerpo la gran fotografía de Virginia Woolf recortada de una revista francesa y que yo tenía allí colgada como si fuera un póster. Sentado en el colchón a ras de suelo en el que dormía, estuve un buen rato observando a Petra. Parecía que estuviéramos en un burdel, aunque pronto vi que no, pues en los que había visto en las películas una vasta extensión de piso espejado relegaba un desnudo femenino a una lejanía casi sagrada; en cambio, en la buhardilla, entre las cuatro paredes de un cuarto tan exiguo, la proximidad del desnudo, la cercanía de Petra en cueros, rayaba en la agresión, aunque era una agresión interesante, me excitaba mucho.

«Puedes quedarte las dos noches», le dije. Petra sólo quería quedarse dos noches allí, pues, aunque pudiera parecerlo —me dijo—, no había dejado Barcelona para seguir mis pasos en París, era sólo que había encontrado un trabajo, y eso era todo. En dos días tendría ya su propia buhardilla: iba a dar clases de español a la hija de una señora que vivía en el 25 del boulevard Malesherbes y que la había contratado a cambio de darle comida y vivienda y unos pocos francos. Sonaba todo aquello algo fantasioso, parecía un poco inverosímil lo de las clases de español, y lo más probable era que la hubieran contratado como criada, y precisamente por eso tenía su chambre de bonne, es decir, su habitación de criada, su buhardilla como yo.

Dos días después, dejó mi buhardilla. Quedamos en que yo la visitaría el viernes de la semana siguiente en su flamante nueva vivienda. Y así fue. Un viernes de tiempo desapacible tomé dos interminables enlaces de metro nocturno para ir a acostarme con Petra en su chambre de bonne del boulevard Malesherbes. Pero fui de mal humor, porque ese mismo viernes tenía una invitación más atractiva con la beautiful people de París, en casa de Paloma Picasso, en la otra punta de la ciudad.

Fui a la buhardilla de Petra pretendiendo compaginar las dos cosas. Había una huelga de Correos en España y llevaba ya veinte días sin recibir el giro postal de mi padre. Estaba sin un franco y me interesaba el contacto con Paloma Picasso y sus amigos porque pensaba que de ahí podían salir como mínimo invitaciones a otras fiestas del círculo de sus amistades, invitaciones que me ayudarían a subsistir, pues en ellas comería gratis. La visita a la chambre de bonne de Petra era un auténtico fastidio. Fui demediado, dividido entre las dos opciones de la noche y dispuesto a hacerlas compatibles.

Petra y Picasso. Una hora de trayecto en metro nocturno separaba las dos casas tan distintas. Lo que menos he olvidado del cuarto de Petra es que era horrible. Cortinas de tela barata de cuadros azules y colcha a juego y un oso de peluche sobre la almohada. Era para ponerse a llorar si uno pensaba que en aquel momento podía estar conversando con Paloma Picasso o con todo el círculo de amigos de Duras. Le dije a Petra que tenía un compromiso importante y que no tenía tiempo de acostarme con ella y que si había ido hasta allí era sólo porque necesitaba que me dejara dinero, pues la huelga de Correos española me había dejado sin un franco. Petra se molestó. Y lo que me dijo me dejó muy sorprendido, no podía esperármelo. «Te voy a dejar ese dinero», dijo, «pero deberías volver a Barcelona, aquí estás perdiendo el tiempo. Yo también lo estoy perdiendo, pero al menos tengo un empleo.» Me dio casi todos los francos que tenía. Me sentí su chulo y aquello me hizo sentirme bien. «Y ahora vete», dijo enfadada, pero queriéndome. Miré el dinero. «Voy a convertirme en el mejor escritor del mundo, y por eso estoy en París», le expliqué. Volví a mirar el dinero. «Te lo devolveré en cuanto acabe la huelga de Correos y mi padre vuelva a enviarme el sueldo», dije. «¿Qué sueldo?», preguntó ella. No contesté. Una hora después, tras un largo trayecto nocturno en metro, yo estaba triunfando —ésa al menos era mi ridícula impresión— en los salones de Paloma Picasso, hablando de Audrey Hepburn y de Desayuno en Tiffany’s con el cineasta Benoît Jacquot, el ayudante de dirección de Duras en India Song, película que en aquellos días arrasaba en la cartelera parisina. Jacquot, por su parte, acababa de estrenar su primer film, de título parecido al de mi novela: L’assasin musicien. Había lujo en las lámparas y caviar en las mesas de aquellos salones. Yo, con los francos de Petra en el bolsillo, me sentía el hombre más rico del mundo y muy orgulloso de haber sido tan listo y haber actuado de forma chulesca y conseguido aquel dinero con el que creía que me había convertido en el rey del mambo.