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Una tarde de invierno, en la buhardilla, mientras escribía, me pareció que Elena Villena, uno de los personajes de La asesina ilustrada, estaba detrás de mí y me dictaba lo que debía decir sobre ella. «No soy lesbiana», le oí decir con toda claridad. Me di la vuelta y no la vi, pero daba la impresión de que acababa de difuminarse una décima de segundo antes. «Pues ahora vas a ser lesbiana todo el rato», le dije. No hubo respuesta. Me encantó saber que yo tenía autoridad suficiente para evitar la rebelión de mis personajes, saber que no podía ni debía pasarme a mí lo que le sucedía a Unamuno en Niebla y que en el colegio tantas veces nos habían contado. Y es que lo que más me gustaba de ser escritor era la libertad que alcanzaba en la soledad de mi buhardilla. Una libertad bien alejada del patriarcal y autoritario mundo familiar y político que había dejado atrás en Barcelona. No me había convertido en escritor y en hombre libre en París para que viniera una señorita, a fin de cuentas inventada por mí, a estropeármelo todo con sus caprichos y órdenes.

Así que ya desde un primer momento tuve claro —y ya es raro, porque casi nada tuve claro desde un primer momento— que los escritores, a través de cierto esfuerzo mental, tenían que pasar, por así decirlo, por encima de sus personajes, no hacer que éstos pasaran por encima de ellos. Me dije que era en el fondo un asunto de disciplina y también de buenos modales y sobre todo algo relacionado con la confianza que nos pudiera tener el lector. Y creo que estaba en lo cierto. Porque díganme ustedes ahora si, por ejemplo, no perderían la confianza en mí y, además, no les parecería caótico y de mala educación y un notable engorro que de repente Marguerite Duras regresara del otro mundo y se paseara entre nosotros y se quejara de las cosas que le hago decir aquí y me exigiera que arreglara de una vez por todas la luz del faro delantero de mi coche y además me reclamara no sé cuántos meses de alquiler, y yo me disculpara con ella, arreglara el faro y le pagara la deuda.

Aprendí, pues, con mi primer libro —más por instinto que por otra cosa— a no permitir que me dominaran los personajes, pero sobre todo, si algo realmente aprendí en París —no son ganas de ser irónico—, fue a escribir a máquina. Antes de la buhardilla no me había ejercitado demasiado en el tecleo monótono y constante. En cuanto al estilo, seguí tras mi primer libro sin un estilo propio, ésa es la verdad. Más o menos igual que cuando había llegado a París. Sin demasiado estilo, por mucho que me esforzara con la pipa y la desesperación. Aunque sospechaba que matando a los lectores no iba a encontrar nunca personas que me amaran, no acababa de comprender nunca del todo que a los lectores no había que asesinarles ni siquiera textualmente, sino que el estilo podía precisamente consistir en darles vida en lugar de matarlos, inventarse lectores nuevos y dirigirse a ellos con la mayor claridad y sencillez posible, por muy raro que fuera lo que yo quisiera decir.

Tardaría en comprender, si es que realmente lo he comprendido, lo que supo ver Stendhal cuando, escribiendo La Cartuja de Parma, decidió que para adquirir el tono correcto y que sus lectores, por muy raro que fuera lo que les quisiera contar, entendieran exactamente lo que les quería decir, él debía leer de vez en cuando unas páginas del Código Civil. «Si no soy claro», escribió, «todo mi mundo queda aniquilado.»