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El carácter se forma los domingos por la tarde.

RAMÓN EDER

Los domingos por la tarde me quedaba siempre muy solo. El barrio, por otra parte, cambiaba mucho y se llenaba de gente extraña, visitantes llegados de la periferia de la ciudad o de la provincia misma que miraban aburridos los escaparates de los comercios cerrados del legendario Saint-Germain. No había modo de encontrarme a alguien conocido en los cafés y un sentimiento de gran infelicidad se apoderaba de mí todos los domingos, me los pasaba esperando a que al día siguiente volviera a ser lunes y todo recuperara cierta normalidad. Muchos domingos por la tarde, bajaba a la librería de los sótanos del drugstore de Saint-Germain y miraba libros. Algunas veces, como si tuviera que justificar el largo rato que me pasaba allí haciendo tiempo —fazer horas, que dicen los portugueses—, acababa comprando un libro de bolsillo que me destrozaba el presupuesto semanal. Me aburría y lo sabía, miraba diez, veinte veces los mismos libros.

«La vida es corta, y aun así nos aburrimos», decía Jules Renard.

Algunos domingos tenía yo la impresión de que estaba allí haciendo horas para poder regresar a Barcelona y contar que vivía en París. Un día, en el atardecer de una tarde de domingo en la que se veía que no tardaría en nevar, en esa librería del drugstore, descubrí que una persona de Barcelona a la que conocía, la psiquiatra Alicia Roig, me estaba observando. Creí que había descubierto mi aburrimiento y sobre todo que había visto que estaba solo y que no sabía qué hacer en París. Traté de esconderme, pero comprendí que era inútil porque me había visto. La vi acercarse y enrojecí. «Vives en París, ¿no?», me preguntó amable. Estaba convencidísimo de que se había dado cuenta de mi soledad y aburrimiento. Enrojecí aún más. «Me están esperando, perdona, creo que tengo prisa», dije de una forma brusca, cortante. «¿Sólo lo crees?», preguntó sonriente. Compré un libro de bolsillo e hice que me lo envolvieran como si fuera un regalo. Compré el primero que encontré y ella se extrañó de que me interesara la obra de Afanasi Golopupenko. No tenía yo ni idea de quién era aquel escritor. «Creo que nevará», le dije, y me marché.

Aquel encuentro me llegó al alma. Poco después, ya de noche, en la buhardilla, me derrumbé. Me incliné sobre las páginas mecanografiadas de La asesina ilustrada y rompí a llorar. Me sentí más solo y desamparado que nunca. La luna, entrando por la pequeña ventana, se reflejaba en el espejo de la habitación, sin duda colocado allí para crear la sensación falsa y muy parisina de que aquella habitación era más grande de lo que era. La luna, deslumbrándome, parecía pretender que mirara yo por la ventana para ver si nevaba. Me levanté, dejé el escritorio nocturno. Miré y vi que caía la nieve sobre París. Estuve largo rato contemplando el sereno, lento, silencioso espectáculo. Cuando la monotonía de la nieve llegó a hacérseme insufrible, me acordé de alguien que una vez pensó en lo monótona que sería la nieve si Dios no hubiera creado los cuervos.