Que yo sepa no ha existido un solo aprendiz cabal de escritor que no haya caído preocupado por el estilo. Al día siguiente, por la noche, después de aquella salida con Marguerite, yo andaba dando vueltas en torno al tema del estilo cuando me encontré a Raúl Escari frente al cine Pommeraye. Había una gran cola de gente que pretendía entrar a ver la versión cinematográfica de la ópera-rock Tommy. Algo tenía yo muy claro aquella noche, y lo tenía tan claro como el resto de la gente de París: no tardaría mucho en llover. Lo del estilo, en cambio, me parecía confuso, aunque algo también estaba muy claro: en los asuntos triviales, el estilo y no la sinceridad era lo esencial. Y, en los asuntos importantes, también el estilo era lo esencial. Resumiendo: que era muy importante siempre. Pero ¿qué era exactamente el estilo? ¿Era en esencia la manera que tenía uno de fumar en pipa, por ejemplo? Cuando le pedí su opinión a Raúl, me miró con cara de fastidio y citó a Wilde: «El crimen debe ser solitario y sin cómplices», dijo. Di vueltas a la frase. Tal vez me había querido indicar que a los que buscan su estilo habría que decirles que buscarlo es una manera poco sutil de lograrlo, ya que para conseguirlo les bastaría con ser ellos mismos. Me hice el tonto, por si conseguía mayor información de Raúl. «¿Es un crimen el estilo?», pregunté. Había cada vez más gente frente al Pommeraye y decidimos marcharnos de allí, comenzamos a andar en dirección a la rue Mouffetard. «Los escritores del futuro serán secos, pocos elocuentes, el Gran Estilo les parecerá una mona de pascua», dijo de pronto Raúl. Y luego, poco después, añadió un tanto enigmáticamente: «Estar estreñido es el futuro del estilo.» Al llegar a la rue Mouffetard, entramos en el Café Robin. Y fue entonces cuando Raúl, viendo que yo estaba tan desconcertado como ansioso por saber más cosas sobre el tema, añadió, casi apiadándose de mí: «Mira: llueve o bien nieva y tú quieres informarme de esto. ¿Cómo lo haces? Pues dices: Llueve, nieva. Eso es el estilo. ¿Está claro?» Ni él podía imaginar el Mal que me estaba haciendo con tanto ingenio. Y es que, como dice una máxima francesa, no hay nadie tan inteligente que pueda saber todo el mal que hace.