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«Has venido aquí a París dispuesto a forjar tu propio estilo, ¿no es así?», me preguntó un día Marguerite Duras, con alevosía y nocturnidad. Primero preferí pensar que había oído mal, que había hablado en su francés superior y que en realidad había dicho otra cosa. Pero no, había dicho exactamente aquello. Lo repitió y vi que había entendido bien. Recordé que el estilo formaba parte de su cuartilla con instrucciones. Lo recordé cuando ya habíamos subido al Seat 127, mi coche. Había aceptado mover aquel vehículo por primera vez en muchos meses. Lo tenía aparcado eternamente frente a mi casa —quizás sea mejor decir frente a la casa de Marguerite—, porque le faltaba uno de los faros de la parte delantera y no sabía dónde reparaban aquello y, además, cuánto dinero podía costarme, pero aquel día había aceptado mover el coche porque me había encontrado a Marguerite en la calle y sorprendentemente me había pedido —en realidad casi me lo ordenó— ir al Bois de Boulogne para ver si era verdad que había allí por la noche prostitutas vestidas de primera comunión. Acababa de leerlo en L’Express y le parecía un insulto, un intolerable desprecio hacia la dignidad femenina. Si era cierto que había putas vestidas de aquella forma, ella escribiría un artículo en alguna parte, aquello era inadmisible. Yo me puse al volante, absolutamente resignado a la negra suerte que me esperaba, pues imaginaba que, a causa de la ausencia de luz en un faro, de inmediato tendría (cosa rara, no los tuve) problemas con la policía de tráfico.

Todavía hoy aquellas palabras de Marguerite sobre mi estilo me zumban en el oído. «No tengo estilo», acabé diciéndole después de haberme resistido durante un buen tiempo a contestarle. Estábamos para entonces ya recorriendo el Bois de Boulogne, estuvimos largo rato recorriéndolo, no encontramos nada. Al cabo de una hora, cansado ya de aquella desquiciada razzia que no llevaba a ninguna parte, le dije en un tono muy cortés pero casi al borde de perder los nervios: «Ya hemos peinado el bosque veinte veces, no hay putas de primera comunión, me parece que eso está claro.»

«¿Y por qué te falta uno de los faros de delante?», volvió entonces a preguntarme ella. «Porque no sé cómo se repara ni cuánto dinero cuesta», respondí. Ella de pronto vio un símbolo en el faro delantero que me faltaba. «Se diría que, como tantos jóvenes, tienes un estilo de un solo faro», me dijo, y se rió, tosió, volvió a reírse, repitió que yo tenía un estilo de un solo faro. Aunque la había entendido perfectamente, preferí pensar que me había hablado en su francés superior. Simulé que prestaba una grandísima atención al volante y la verdad es que me habría encantado en aquel momento encontrar una puta, una sola, que fuera vestida de primera comunión y así poder terminar de una vez por todas con el enojoso asunto de mi estilo literario. Una hora y media arriba y abajo por el Bois de Boulogne no sirvió para encontrar lo que buscábamos, terminamos tomando unas copas de vino de Oporto —siempre que iba allí yo tomaba eso— en el bar de La Coupole. Y allí ella me preguntó si quería oír el consejo de Queneau. Me disponía a responderle cuando me dijo que no pensaba dármelo, pues no iba a hacerme ningún bien. Y pasó a comentarme algo extremadamente complicado acerca del faro que me faltaba, y a partir de ahí ya se dedicó el resto de la noche a hablarme en su francés superior y apenas pude entender nada más de lo que me fue diciendo.

¡El estilo! Durante muchos años vi La asesina ilustrada como el libro de un escritor extraño a mí y, además, gélido y poco conectado con la vida: algo, por otra parte, nada extraño si tenemos en cuenta que sólo pensaba en la muerte de mis lectores. Hoy creo saber por qué me ha resultado siempre frío mi primer libro, creo que se debe a su absoluta falta de estilo. Estaba muy lejos en esa época de saber que, como decía Gide, el gran secreto de las obras con estilo —el gran secreto de Stendhal, por ejemplo— consiste en escribir en el acto. Dice Gide sobre Stendhal que su estilo, lo que podríamos llamar la malicia de su estilo, consiste en que su pensamiento conmovido queda tan vivo, de tan fresco colorido, como la recién nacida mariposa que el coleccionista ha sorprendido cuando estaba saliendo de la crisálida. De ahí ese toque despierto y espontáneo, no convenido, súbito y desnudo, que siempre vuelve a cautivarnos en el estilo de Stendhal.

Yo creo que en mi primera incursión en las letras, en La asesina ilustrada, disocié demasiado entre forma y contenido, entre la emoción y la expresión de la emoción, del pensamiento, que tendrían que ser inseparables. Emoción y pensamiento deberían ser siempre inseparables, que el lector asista en directo a la creación de un texto de pensamiento conmovido.

En la juventud son raros los momentos en los que uno escribe con el pensamiento conmovido.