Llamaba yo una vez al mes a mi madre, la llamaba siempre desde la cabina —habilitada especialmente para llamadas al extranjero— que había en los sótanos del Relais Odéon, un café del boulevard Sant-Germain. Era una llamada rápida que hacía mensualmente buscando la tranquilidad de mi conciencia. Me parecía que estar más de un mes sin decirle nada, sin dar señales de vida, era ser un hijo desnaturalizado, es decir, llevar las cosas demasiado lejos. Pero en realidad a ella le daba igual que la llamara o no, y yo bien que lo sabía. A diferencia de mi padre (que deseaba que yo regresara a Barcelona), a ella le era indiferente lo que tratara de hacer con mi vida. Es más, a mí me encontraba un ser gris, y esto nunca se lo había guardado para sí misma sino que —como si disfrutara con ello— me lo había dicho en repetidas ocasiones, yo creo que buscando directamente mi humillación. Me lo había dicho —siempre que no estuviera mi padre delante— de muchas maneras distintas, con todo tipo de variantes, un día hasta llegó a compararme con París: «Hijo, eres más gris que París.»
A ella le daba igual que yo estuviera en esa ciudad. Era una mujer que vivía pendiente de otras cosas. Vivía pendiente, por ejemplo, de sumar todos los números que veía. A otras personas les da por leer todo lo que ven, hasta los papeles de periódico que vuelan por la calle. A ella le daba por sumar todos los números. Había, por ejemplo, algunas personas a las que nunca llamaba por teléfono porque sus números sumaban una cifra de mal agüero. También rechazaba cuartos de hoteles por la misma razón. No le gustaba el año en que yo había nacido y tal vez por esto procuraba no sentir mucho afecto por mí, se las arreglaba todo el rato para que yo le importara un comino.
La llamaba desde París a una hora en la que sabía que mi padre no estaba en casa y cruzábamos cuatro palabras y generalmente la conversación era fría y sobre todo muy excéntrica, y no porque yo lo fuera, que lo era bastante, sino porque mi madre —creo que ha quedado claro— siempre lo fue mucho, siempre fue enormemente excéntrica. Por si aún no está claro del todo: no podía soportar tres colillas en el mismo cenicero, gritaba si veía un botón suelto, no viajaba en un avión si en él iban dos monjas, no comenzaba ni terminaba nada los viernes. Y, por si fuera poco, era una mujer que no acababa de cerrar nunca del todo los grifos. Esto último, por cierto, era francamente exasperante.
A mi madre le daba igual que yo estuviera en París, pero un día, en una de esas llamadas mensuales, cambió de actitud. Sólo ocurrió un día y tal vez por eso me ha quedado muy grabado. Hasta muchos años después, no supe que su extraña actitud se había debido a que mi padre aquel día había regresado antes de hora a casa y ella se había visto repentinamente obligada por teléfono a hacer el papel de madre preocupada y decirme que regresara a Barcelona y abandonara mis veleidades bohemias de «promesa ridícula de la literatura». Yo no podía aquel día estar más confundido al otro lado del teléfono, y aquella llamada quedó en mi recuerdo como la más rara de todas las que le hice desde París, ciudad que ella conocía muy bien, pues allí había pasado en su primerísima juventud unas breves temporadas, que sólo le sirvieron para convertirse en una persona de frases a veces raras, esas frases que, antes de que ella se casara, tantas veces mi abuela se había visto obligada con buen humor a puntuar ante las visitas «Es que la niña, ¿saben?, ha vivido en París», decía mi abuela. «Ah, bueno. Entonces se comprende. Si ha vivido en París…», decían las visitas en un tono entre burlón y cariñoso.
«Pareces un disco rayado», recuerdo que me dijo de pronto aquel día (luego supe que coincidiendo con la entrada de mi padre en la casa), «tanto llenarte la boca con París y París, ¿pero se puede saber qué le encuentras a París?» Aunque sorprendido, recuerdo que estuve a punto de decirle que recorría las calles de aquella ciudad con el corazón aturdido por la tristeza. Pero no me atreví a decir nada. «Es una desgracia para mí», continuó mi madre, «ver que mi hijo se ha vuelto un disco rayado.» Se quedó callada de golpe. Cuando eso pasaba, era el anuncio de que podía acabar diciendo alguna frase excéntrica, alguna de esas frases que había aprendido en París y que muchas veces estaban cargadas de una extraña genialidad. Como ocurrió aquel día cuando me dijo: «Tanto París y París, pareces un disco rayado en una ciudad que… está llena de rayas. Mira la Tour Eiffel, no es más que rayas. Rayas en los pantalones de los señorones franceses, rayas en la frente de las porteras, rayas y rayas. Y tú el disco rayado mayor del reino. Deberías reconsiderar la vida rayada que llevas.»
Mi madre fue una mujer de curiosas intuiciones y extrañas genialidades. Lo que desde hace un tiempo más me impresiona de sus frases de aquel día sobre París y las rayas es que éstas guardan una curiosa coincidencia con algo que escribió Kafka y que descubrí no hace mucho y que desde luego mi madre no pudo leer nunca, entre otras cosas porque nunca leía y yo creo que ni tan siquiera llegó a saber de la existencia de Kafka, el extraño pasajero del siglo XX, el hombre que vio un París parecido al que vio mi madre y escribió en sus diarios: «El París rayado (…) el techo rayado de cristal del Grand Palais des Arts, las ventanas divididas por rayas de las oficinas, la Tour Eiffel, hecha de rayas, el efecto rayado de los listones laterales y centrales de las puertas de los balcones de enfrente de nuestras ventanas, las pequeñas butacas al aire libre y las mesitas de los cafés, con patas que son rayas, las rejas con punta dorada de los parques públicos.»
El París rayado de Kafka. Yo estaría más de acuerdo con Walter Benjamin, que en Le Livre de Passages veía París como la ciudad de los espejos: «El asfalto de sus calles, liso como un espejo, y sobre todo las terrazas acristaladas delante de cada café. Una sobreabundancia de espejos en los cafés para hacerlos más claros en el interior y darles una agradable amplitud a todos los compartimentos y a todos los rincones minúsculos de los que se componen los establecimientos parisienses. Las mujeres en ellos se miran más que nunca, y de ahí la belleza especial de las parisinas.»
Mi rayada madre. Mi madre. Genio y figura. La amé, pero ella no me amó a mí. En cualquier caso, no me sentó bien que muriera. Los últimos años de su vida los pasó más maniática que nunca confiándolo todo a unos amuletos moriscos que había comprado en Granada. En el lecho de muerte, delante de mí y de mi padre y de dos hermanos suyos a los que no veía desde hacía siglos, dijo unas palabras de despedida, unas últimas palabras en vida que, por su premeditada rareza, me sonaron a epitafio, aunque no nos atrevimos a ponerlas en su tumba. «Me reiré de mis frases amargas», dijo. Sus dos hermanos quedaron consternados. «Es que vivió en París», les dije.