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Algunos días, al atardecer, si había ido a pasear por el relajante Jardín du Luxembourg, daba un rodeo antes de volver a mi barrio y pasaba por delante de la que en los años veinte había sido la casa de Gertrude Stein, pasaba por el 27 de la rue de Fleurus. No iba allí, como en el caso de Hemingway, «por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación» que él hallaba en aquella casa, sino porque pensaba que aquello podía traerme suerte, pues a fin de cuentas Miss Stein, en su faceta de protectora, había sido para Hemingway lo que Marguerite Duras —suponía yo— era para mí. Como joven más o menos ambicioso que era, aspiraba a tener no una sino dos protecciones, por eso veía como un posible talismán aquel ritual de pasar a veces por delante de aquella casa y leer la placa que, si bien recordaba que aquel lugar había sido uno de los centros mundiales de la literatura, olvidaba en cambio informar de que allí los grandes genios que iban de visita oían decir a veces «una rosa es una rosa es una rosa», una de las frases preferidas de Miss Stein y prueba incontestable de que también en los centros mundiales de la literatura se han oído siempre tonterías.

«Horrible escritora», podrían además haber añadido los que pusieron la placa conmemorativa. Porque Gertrude Stein, exiliada americana que intentaba depurar el inglés y administrar shocks estéticos (forzar al lector a mirar al mundo exterior como si fuera la primera vez) a través de una excesiva simplificación del lenguaje, fue una escritora malísima aunque ejerció un magisterio interesante sobre el joven Hemingway. Ella es la que le recomendó que prescindiera en su prosa de todo tipo de adornos y que comprimiera y concentrara y, en definitiva, destrozara la vieja retórica a través de la parodia. En realidad lo que, sin darse cuenta, le recomendó a su discípulo Hemingway es que hiciera lo que ejemplarmente acababa ya de hacer James Joyce en su Ulises.

Cuando meses después de esa recomendación Hemingway leyó el libro de Joyce, comentó en el 27 de la rue de Fleurus: «Se trata de un libro jodidamente bueno.» Fue la única vez que iba a poder decir esto en aquella casa, pues Miss Stein le advirtió inmediatamente que si alguien mencionaba dos veces a Joyce en aquel salón, no se le invitaba nunca más. Pero en cualquier caso la frase sobre Ulises llegó a oídos de Ezra Pound, amigo de Joyce, que decidió leer al joven Hemingway y apreció un gran talento en él y le dio ánimos y acabó recibiendo, a cambio, lecciones de boxeo.

Yo pasaba al atardecer por delante de la placa conmemorativa del 27 de la rue de Fleurus y lo hacía a veces temeroso de que el espíritu de Miss Stein descubriera que, buscando darle verosimilitud al texto, había trasladado gran parte de la página 7 de la edición española de Giacomo Joyce (un cuaderno personal del autor de Ulises) a La asesina ilustrada, donde, en la introducción al manuscrito central, hacía yo referencia a un cuaderno ilustrado por la asesina y decía que «los números entre corchetes indican las páginas del cuaderno; el texto y los dibujos corresponden, página por página, al original», cuando en la página 7 de Giacomo Joyce podía leerse algo muy parecido.

Como me había basado en un cuaderno de verdad, el de Joyce, creía que aquello hacía más verosímil el mío. Sin duda tenía una idea aún muy endeble de lo que es realmente la verosimilitud, que es algo que a los verdaderos novelistas les hace sudar la tinta más oscura. Pero, mirado desde la perspectiva de ahora, me digo que más valía aquello que nada. Me acuerdo de lo satisfecho que me sentía al creer que había resuelto sin demasiado problema uno de los apartados de aquella abrupta cuartilla que Duras me había dado con instrucciones para escribir una novela. Claro está que (me decía yo) todavía me quedan por abordar algunos de los apartados más duros de la cuartilla, como por ejemplo el de unidad y armonía, el del factor tiempo o el del estilo, por no hablar del de técnica narrativa, que debe de ser tremendo.

Yo pasaba a veces, al atardecer, por delante de aquella casa de la rue de Fleurus y deseaba que hacerlo me trajera suerte. No me la trajo nunca, al menos mientras permanecí en París, de modo que este agosto, cuando fui de nuevo a ver la casa talismán, miré la placa conmemorativa, pensé en Gertrude Stein y en la suerte que no me dio y en el miedo que me daba en otro tiempo que su espíritu descubriera mis modestas conexiones con Joyce, y también pensé o más bien recordé los problemas que tenía yo en aquellos días con la unidad, la armonía y ya no digamos con el estilo y con el factor tiempo. Y en esta ocasión me desahogué, dije en voz muy alta, arriesgándome a que me tomaran por un loco: «¿Miss Stein, está usted ahí, puede oírme? Mire, míreme bien, soy Hemingway. ¿Puede verme? Ulises es jodidamente bueno es jodidamente bueno es jodidamente bueno. ¿Me oye, Miss Stein?»