Más sobre la desesperación. Un día, estábamos sentados Raúl y yo en el peligroso Café Blaise, en lo alto de la Tour Eiffel. Era la hora del aperitivo, si mal no recuerdo. Me dio por leerle algo que Perec decía en su libro Especies de espacios: «Hay algo espantoso en la idea misma de ciudad; se tiene la impresión de que sólo podremos aferramos a imágenes trágicas o desesperadas.» Le pregunté a Raúl qué le parecía la frase y se encogió de hombros. «Tengo la esperanza de que las cosas pronto mejoren», se me ocurrió entonces decirle. Había desesperación en mis palabras, pero también cierto histrionismo. Raúl sonrió. «Eso significa que crees que hay esperanza», dijo. «¿Y no la hay?», le pregunté. «Pues claro que la hay, pero no para nosotros», me contestó.
Le recordé ese fugaz diálogo cuando me llamó este agosto en París después de que un amigo común le hubiera dado el teléfono de mi hotel. Llamó como siempre desde Montevideo, desde el país de Quiroga, por cierto. Llamó desde ese lugar desde donde suele hacerlo, desde esa cabina cercana a la casa donde nació Lautréamont. No se acordaba absolutamente de nada de la conversación sobre la esperanza. «Te llamo desde la cabina, no desde la esperanza», me dijo, supongo que tratando de decirme con esta frase (absurda e incompleta pero eficaz para sus propósitos) que no le interesaba el tema de la esperanza y que, además, había pasado mucho tiempo desde que hablamos de aquello. «¿Sabes que me estoy dedicando aquí a recordar y escribir nuestras conversaciones de París?», le dije. Silencio. «¿Estás todavía ahí en la cabina?», pregunté. «¿Y para qué haces eso?», me respondió de pronto. Entonces le conté que estaba preparando una conferencia de tres días en la que revisaba irónicamente los años que pasé en París. «¿Y hablas todo el rato de mí?», dijo. «Bueno, sí», le contesté, «pero sobre todo de la ironía, de París, de Hemingway, de Marguerite Duras, y de cómo escribí mi primer libro.» Nuevo silencio. «O sea, que es una conferencia que tendrá algo de autobiografía de la bohemia y de tus años de aprendizaje literario en París», dijo de repente. «Pues sí», le contesté, «aunque aprender no aprendí mucho.» «Tiene su gracia», dijo, «también una autobiografía es una ficción entre muchas posibles.» Siguió otro silencio. «Pero procura», añadió, «ser lo más verídico que puedas, que se te pueda ver a ti de verdad. Y a mí, si es posible, de mentira.»