Fui un domingo a Neauphle-le-Château, invitado por Duras a su casa de campo, y recuerdo que tras el almuerzo y una hora antes de que me contara el argumento de La tarde de M. Andesmas, subimos al desván de la tercera planta donde, desperdigadas por el suelo, estaban las traducciones de sus libros, le sobraban y no sabía a quién regalarlas, tampoco deseaba arrojarlas a la basura, no había encontrado mejor lugar para ellas que aquel desván. Marguerite comenzó a regalarme las traducciones al español y a preguntarme mi opinión sobre Carlos Barral, su editor de Barcelona. Apenas nada sabía yo de Barral, de modo que me limité a resistir los embates de la pregunta, una y otra vez repetida, allá arriba en el desván, donde me dio por imaginarme que en un arcón de ese lugar encontraba yo, manchado de humedad, el manuscrito de La asesina ilustrada, ya felizmente terminado y traducido a algunos idiomas, escrito en realidad por Duras pero firmado por mí (una forma más de intentar vencer el miedo a publicar), lo que, al aparecer el libro, me reportaba una cierta fama al convertirse éste en un succès d’estime.
Este pretencioso sueño en el que se mezclaban la pereza, el terror y cierta idea de éxito no podía ser más miserable —lo es, desde luego, desear que alguien escriba tu libro por ti—, pero curiosamente, a pesar de su carácter detestable, el sueño tuvo la virtud de empujarme a una seria reflexión cuando temí de pronto que las manchas de humedad del manuscrito del arcón pudieran borrar las palabras que habían de conducirme al éxito. De pronto, gracias a creer literalmente en esas manchas y en ese sueño y, por tanto, en mi imaginación, me puse a reflexionar —actividad que no solía practicar excesivamente en aquellos días— y recuerdo como si fuera ahora que, descendiendo las escaleras centrales de la casa de Neauphle, en marcado contraste con el picaresco sueño del desván y como surgiendo precisamente de ese inmenso contraste, creí advertir en su más amplia dimensión el poder de las palabras escritas, y eso me condujo, por un intrincado atajo, a intuir la importancia de éstas como medio de adquirir cierta distancia de lo que llamaban realidad, que era algo —como lo ha sido siempre para tantas y tantas personas jóvenes— muy decepcionante. Creí advertir de pronto, bajando aquellas escaleras, esa necesidad que tenía de las palabras y también la de que éstas pudieran resultarme útiles para distanciarme del mundo real. Seguramente empecé a hacerme realmente escritor en aquellas escaleras. Pero como aún no había tenido acceso a la ironía, poco podían hacer ese día por mí las palabras, aunque eso no podía saberlo en aquel momento, precisamente a causa de mi falta de sentido de la ironía. Era como el pez que se muerde la cola. Desde luego, es más bien complicado ser joven, aunque eso no implica ni muchísimo menos que uno deba andar desesperado. Claro que la madurez tampoco es que sea una maravilla. En la madurez conoces la ironía, sí. Pero ya no eres joven y la única posibilidad que te queda de serlo un poco estriba en resistir, no renunciar demasiado, con el paso del tiempo, a aquella húmeda imaginación del arcón de Neauphle-le-Château. Sólo te queda resistir, no ser como aquellos que, a medida que la intensidad de su imaginación juvenil va decayendo, se acomodan a la realidad y se angustian el resto de su vida. Sólo te queda tratar de ser de los más obstinados, mantener la fe en la imaginación durante más tiempo que otros. Madurar con obstinación y resistencia: madurar, por ejemplo, dictando una conferencia de tres días sobre la ironía de no haber conocido de joven la ironía. Y después envejecer, envejecer mucho y mandar al diablo la ironía, pero aferrándote patéticamente a ella para no quedarte sin nada y ser el blanco espeluznante de la ironía de los otros.