El recuerdo del bohemio Bouvier emerge ahora nítidamente de mi oscuro pasado de aprendiz de amante y de escritor principiante. Es una clara mañana de sol, seguramente es un día de marzo del 74, no hace mucho que he llegado a la ciudad, hace frío, Barthes aún no ha viajado a la China. Siento ganas de salir a pasear, me pongo mi gabardina y la bufanda de cuadros y bajo de tres en tres los peldaños de la escalera del inmueble y me planto en la calle y allí me doy de bruces con un anciano de noble figura y barba blanca. «Una niebla ha descendido sobre mí», me dice el viejo. Pienso que seguramente está loco, y él parece que lea mi pensamiento: «No estoy loco, soy un antiguo habitante de este inmueble, eso es todo. Hace muchos años viví ahí arriba», señala a donde más o menos yo vivo, «y ahí como artista me frené.» Intento dejarle atrás, pero él me sigue. «Me presento», dice, «soy el bohemio Bouvier, ahí en las alturas traté de ser artista sin lograrlo.» Me mira como apiadándose de mí, como si supiera que vivo en esas alturas donde él fue infeliz. «Ahí arriba me frené», repite. «Está bien, me doy por enterado», le digo, y de nuevo intento zafarme de él. «Quiero decirle que este inmueble tiene una onda extraña, una vibración rara, a uno se le funden los plomos en él, aquí se fracasa, yo he acabado siendo el bohemio Bouvier por culpa de esta casa», me dice. Con el tiempo, retengo sobre todo la frase de que es un lugar donde se funden los plomos, y es que acabó siendo premonitoria de lo que iba a ocurrir. Aunque, cuando él la dijo, pensé que era algo que no me atañía, eran sólo las palabras de un loco. Pero muchas veces los locos anuncian lo que ha de suceder.