No estaba preparado para el fracaso o, mejor dicho, sabía que, de llegar el fracaso, no podría resistirlo. Tal vez por eso hacía todo lo posible por no terminar La asesina ilustrada y así demorar la llegada de la hora del comienzo del fin, la hora del previsible desastre. Aunque escribía, tenía miedo de escribir (sobre todo de terminar mi libro), sospechaba que eso me llevaba directamente al fracaso. Y, por otra parte, aunque me acostaba con mujeres, tenía por lo general miedo de hacerlo, miedo a que me encontraran sexualmente tímido, decepcionante. Tenía, pues, miedo a escribir y miedo a las mujeres. La ironía habría podido ayudarme pero, como apenas la conocía, ésta no podía hacer nada por mí. La ironía me habría ido de perlas para desdramatizarlo todo y reírme de mí mismo, rebajar la intensidad del miedo a la escritura y las mujeres, estoy seguro de que la ironía me habría hecho ganar en seguridad. Pero no la conocía apenas. Sin embargo, me echaron una inesperada mano algunas amigas travestís, que supieron orientarme hacia el conocimiento de la ironía y además lograron que se rebajara en mí el miedo a las mujeres.
Mi funcionamiento mental un tanto ruin de aquellos días lo recuerdo muy bien: consistía en estar convencido de que, por muy increíble que pareciera, existían en el mundo seres todavía más frágiles que mi endeble persona, había unas personas que necesitaban que yo les prestara atención y ayuda, y esas personas eran nada menos que los travestís del barrio. Así de simple y de curioso. Eso hizo que me aproximara a ellos, sobre todo a Marie-France, Vicky Yaporú, Amapola y Jeanne Boutade. No las olvidaré nunca, me ayudaron mucho sin saberlo. Ese ruin pero útil sentimiento de creerme necesario para ellas —miseria moral de la juventud— acabó dándome seguridad en mí mismo. Visitaba a mis amigas travestis en sus casas y, si tenían algún problema, les aconsejaba qué debían hacer, y a cambio ellas también me aconsejaban a mí, y me ayudaron a dar un paso adelante, a saber tratar con menos miedo a las mujeres. Después de todo, ellos presumían de ser más mujeres que las mujeres.
Durante unos meses —el tiempo que duró el rodaje de Tam-tam, la película underground de Adolfo Arrieta, la película con más travestis por metro cuadrado de toda la historia del cine—, gran parte de mis relaciones fueron con travestis. Por otro lado, el rodaje de ese film contribuyó a darme no sólo más confianza en las mujeres sino también en mi escritura, pues la estética de Arrieta me iba facilitando día tras día todo tipo de felices descubrimientos, una animada materia prima cinematográfica que acabó resultándome útil para la creación de mi mundo literario, para la creación de La asesina ilustrada: los juegos de espejos, los cambios de apariencia (aplicados incluso al texto mismo), la erótica del transformismo y, sobre todo, la prosa poética vista como una fiesta. En realidad, toda la película de Arrieta era una fiesta. Se iniciaba con unas escenas en Nueva York en las que la cámara del mítico cineasta Jonas Mekas servía de soporte a un pequeño journal de un joven escritor (Javier Grandes) que era esperado en París en una fiesta. El tiempo que duraba ésta era el tiempo del film. Tam-Tam era la historia de una fiesta continua, sin límites, que se desarrollaba sin interrupción de Nueva York a París pasando por el sur de España (Marbella), y en un apartamento, que era todos los apartamentos: esa casa de París en la que esperaban a Grandes, que, por estar en Nueva York, no acudía, pero tenía el detalle de mandar a su hermano gemelo.
Cuando se estrenó, la película fue vista, quizá algo precipitadamente, como un reportaje de cinéma-verité sobre el mundo de la nueva generación de artistas bohemios de Saint-Germain-des-Prés. «Los espectadores y también los críticos», declaró Arrieta, «creen que en la película todo es verdad y dicen que es una película snob. Sin embargo, esas damas tan chic que se pasean entre jóvenes millonarios son con frecuencia travestis que después de filmar conmigo van a trabajar al show del cabaret Carrousel.»
En realidad lo que hacía Arrieta era cine punk a la francesa y con su aparente exceso de realismo se adelantó muchos años a su compatriota Almodóvar, por ejemplo. «Exceso de realismo. Hay en el travestí un suplemento de feminidad (las mujeres los imitan), pero Arrieta los dirige como a simples actrices, sin insistir en el simulacro cosmético ni en lo fácilmente aparatoso de la situación», escribió Severo Sarduy sobre la película.
El núcleo central, el núcleo parisino festivo, se rodó en varias casas de París que simulaban ser una sola, de modo que el rodaje de Tam-tam fue en cierta manera una grandísima fiesta móvil y la película podría haber llevado perfectamente el título del original inglés del libro de Hemingway sobre sus recuerdos de París, The Moveable Feast. En esa película ni siquiera la ligera trama era lo que aparentaba ser. Participar como actor me ayudó a perder parte de mi miedo a la escritura y a las mujeres, con lo que se fue rebajando en mí el terror al fracaso, digamos que mi temor a un fracaso en aquellos aspectos que me parecían más importantes de la vida se fue rebajando la intensidad de mi miedo al fracaso total. Aunque el fracaso estaba ahí, para qué engañarme, yo sabía que tarde o temprano llegaría. En realidad, bastaba con terminar la novela.