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Llovía y el viento era muy fuerte, y en esa mezcla violenta el aire de Nueva York parecía un espejo destrozado. Yo iba andando con Sonia Orwell por Park Avenue, cerca del edificio donde durmiera Kruschev los días en que fue a la ONU y en plena asamblea general, posiblemente cargado de humor y vodka, golpeó el pupitre con su propio zapato. Íbamos Sonia Orwell y yo caminando despacio, como si hiciese un día cálido y sereno con el cielo de color turquesa y las duras calles resbaladizas fuesen largas playas caribeñas con reflejos de perla.

Yo a Sonia Orwell, fuera de aquel sueño, la había visto antes una sola vez en la vida real, una mañana en París en la que, al bajar de la buhardilla y pasar por la tercera planta, vi que la puerta de la casa de Duras estaba entreabierta y pensé que detrás se encontraba mi casera, dispuesta a pedirme por enésima vez los alquileres que le debía.

Algo aterrado, pasé de puntillas por aquel rellano, pero la puerta se abrió entonces de golpe y vi a una mujer madura de notable belleza, que estaba barriendo el recibidor con gran alegría y que me miró. «¿Está Marguerite?», pregunté azorado; pregunté eso porque pensé que debía decir algo. «No, ha salido», respondió. «¿Volverá pronto?» Ella se quedó pensativa, sonriente, parecía que me conociera mucho, que supiera muy bien quién era yo y que hasta supiera —como si de un Gran Hermano se tratara— la cantidad exacta de dinero que le debía a Marguerite. «Mira», me dijo mientras comenzaba a barrer el rellano y la escalera, «nadie va muy lejos cuando conoce la felicidad de volver a entrar en su casa.» Lógicamente confundido, preguntándome si aquella señora me estaba sugiriendo que regresara a mi buhardilla, decidí seguir cuanto antes mi camino, mi habitual descenso fulgurante por la escalera. Luego, por la noche, Adolfo Arrieta me dijo que la mujer era Sonia Orwell, que se hospedaba aquellos días en la casa de Duras. Pensé que algún día contaría a mis nietos que vi a la mujer de George Orwell barriendo una escalera.

No tengo hijos, no tendré nietos. En lugar de nietos, les tengo a ustedes. No quiero que ahora piensen que soy sólo el hombre que vio a la mujer de Orwell barriendo una escalera. Quédense con el sueño de Nueva York, es más poético.