Unos días después de aquella fiesta con Isabelle Adjani en casa de Duras, estaba yo sentado tranquilamente en el Flore esperando a Jeanne Boutade cuando mi vecino de mesa, un joven que dijo llamarse Yves, comenzó a hablarme sin más, con un discurso un tanto acelerado al principio, pero que pronto adquirió un ritmo lento y lúcido. Pasó de preguntarme si me gustaban los croque-monsieur —casi no escuchó mi atenta respuesta— a hablarme del barrio, de Saint-Germain-des-Prés. Llevaba toda la vida viviendo en él, me dijo. Le gustaba mucho la rue Mazarine, donde había nacido. Cuando él era muy niño, Saint-Germain todavía era un barrio provincial. Le miré con cierto detenimiento: una sonrisa dulce bajo unos cabellos rizados y unos ojos miopes o asustados detrás de unas gafas redondas. Yo le gustaba, eso parecía totalmente evidente. Me encomendé a Jeanne Boutade y me dije que ojalá ella llegara puntual y me echara una mano y me ayudara a escapar, sin ofender a Yves, de aquel pequeño equívoco.
En dos minutos tocamos siete u ocho temas distintos y no sé cómo fuimos a parar al tema de Mayo del 68. Habían pasado unos años desde aquellos hechos, dijo, pero daba la impresión de que hubiera transcurrido ya una eternidad. Me pareció que llevaba la razón en esto. Desde que había llegado a París yo apenas había pensado o se me había ocurrido pensar que estaba en la ciudad donde, tan sólo unos pocos años antes, habían tenido lugar aquellos hechos que, según había podido leer, habían convulsionado el mundo de Occidente. Si lo pensaba bien, nadie hablaba de Mayo del 68 entre la gente que yo frecuentaba. Y a mí, por otra parte, aquella revolución estudiantil me importaba más bien poco, tan sólo sentía cierta curiosidad por saber qué había pasado.
«No pasó nada», me dijo Yves. «¿Nada?», pregunté. «No, nada. De todo aquello me queda sólo el recuerdo de una emoción inmensa en un amanecer en el que pensábamos que iba a cambiar el mundo», dijo. «¿Qué clase de emoción?», pregunté sinceramente interesado. «Estábamos en las barricadas y nadie tenía sueño y parecía que París despertaba de años de vida plana y cretinez. Tuvimos un momento de inspiración colectiva, muy emocionante, nos pusimos a cantar a Jacques Dutronc y aquello se parecía mucho a la Revolución: Il est cinq heures, Paris s’éveille…»
«¿Y eso fue todo?», le pregunté. Se quedó pensativo, muy concentrado en sí mismo. En ese momento, como tantas otras noches a aquella misma hora, entró Roland Barthes en el Flore y dio un rápido vistazo a la fauna del local. A dos pasos de él, y hasta parecía que fuera su acompañante, entró Jeanne Boutade, que se dio cuenta muy pronto de mi embarazosa situación con mi vecino de mesa y, echándome una mano, comenzó a decir que andábamos mal de tiempo para ir a la fiesta que daba Copi en una casa del barrio de la Bastille. Yo me levanté y le envié al pensativo y muy concentrado Yves una señal para que comprendiera que me iba.
«La Revolución», dijo él entonces, melancólico, «me recuerda la definición que de la vida nos daba siempre un amigo de mi familia, el doctor Gottfried Benn. La vida, nos decía ese doctor, dura veinticuatro horas y a lo sumo fue una congestión.»