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Entre las aportaciones de la droga a la construcción de La asesina ilustrada tres destacan por encima del resto: 1) Grandes interrogantes acerca de si la realidad visual aceptada por el sentido común tiene algo que ver con la verdadera realidad. 2) Descubrimiento de mi gusto por la simulación y el travestismo. De aquel día peligroso en el Café Blaise difícilmente olvidaré que, tras el incidente con Kikí, fui caminando hacia mi chambre, y una vez en ella, muchas horas antes de que volviera a la normalidad y a la realidad, me di cuenta de que me sentía muy mal con mi cuerpo y también con mi burguesa y encorsetada forma de vestirme y me dio por cambiarme frenéticamente de ropa y buscar una presencia ante el espejo distinta de la habitual, y acabé vestido de Hemingway en versión femenina, es decir, que me disfracé de niño con bucles rubios de niña, tal como la madre de Hemingway le disfrazaba a él cuando era pequeño, cuando le vestía en guinga rosa con un sombrero de flores, lo que dicho sea de paso me ha llevado siempre a pensar que toda la carrera viril-literaria de Ernest puede ser leída como una reacción extrema a la imagen de niño femenino de mamá. 3) Descubrimiento de la fragilidad de mi incipiente escritura, atribuible sobre todo a mi escasa experiencia como lector, lo que me llevó a decidir que, puesto que apenas me podía alimentar de material literario (tenía pocas experiencias como lector), me nutriría de las lecciones visuales, cinematográficas, que me había proporcionado la droga.

¡Oh, claro! Como esta conferencia de tres días es una revisión irónica de mis años de juventud en París, me resultaría ahora muy fácil reírme del material no literario del que empezó a nutrirse a partir de aquel día La asesina ilustrada. Desde luego un narrador que ha accedido a la experiencia de escribir después de haber trasegado los libros de la biblioteca familiar parece mucho más respetable que uno que ha comenzado a construir su edificio literario tras una experiencia de LSD. Parece escasa la nobleza de mi poética de primera hora si, como yo mismo estoy diciendo, ésta se vio alimentada básicamente de una droga que simplemente me amplió el campo visual de lo perceptible. Y, sin embargo, no estoy seguro ahora de que deba reprocharme nada, más bien todo lo contrario. Porque si bien es cierto que más adelante leí bastante y mi cultura literaria se fortaleció, también lo es que el LSD, con su apertura de mi campo visual, no fue en su momento ni mucho menos una despreciable fuente de inspiración. Es más, algunas de aquellas percepciones de una realidad distinta perduran con firmeza y, cargadas todavía hoy de una energía muy notable, son la causa de que me hagan reír, por ejemplo, los escritores realistas que duplican la realidad empobreciéndola.