Aunque escribiendo sobre una asesina ilustrada me había encontrado con una asesina de verdad, rechacé darle a la narradora de mi novela la mirada de la miserable Kikí. Curiosamente, unos días después, casi por puro azar, en el transcurso de una fiesta en casa de Marguerite, se cruzó en mi camino la mirada extremadamente perturbadora de una muchacha que me pareció la mirada ideal para mi mujer fatal, la asesina.
Todos hemos caído alguna vez en el tópico y la cursilería y hemos dicho de la noche anterior que «fue una velada inolvidable». Pero, al final de la vida, sólo los seres que no han vivido veladas inolvidables son, como diría Pessoa, ridículos. Yo creo estar a salvo del ridículo porque puedo recordar como mínimo una velada inolvidable. Una noche en casa de Marguerite Duras. Una reunión animada, con muchos invitados; yo me sentía como dentro de una película, como si estuviera en el salón de la casa del vicecónsul de Francia en Calcuta, pues la música que sonaba en el tocadiscos era la compuesta por Carlos d’Alessio para la banda sonora de India Song.
Entre los invitados, una joven actriz, con un rostro de una belleza absoluta, una actriz todavía no famosa pero que no tardaría en serlo, una muchacha llamada Isabelle Adjani. Acababa de rodar con Truffaut L’Histoire d’Adele H., pero todavía no había sido estrenado el film y aquel día todavía no era una actriz famosa. Pensé que podía llegar a gustarme más que mi amor platónico, más que la propia Martine Simonet. Pero no me atreví a dirigirle la palabra en toda la larga velada. De hecho, apenas hablé en toda la reunión, cuyo peso llevaron, con notable gran animación, Dyonis Mascolo, Edgar Morin (que cantó varias canciones de Joan Manuel Serrat) y Duras. Me pasé toda la velada esperando ingenuamente que Adjani se enamorara de mí. Y sólo al final de la reunión, en vista de que esto no había sucedido, recurrí al alcohol para atreverme a decir algo; me bebí tres copas de coñac seguidas y finalmente, aprovechando un breve hueco en la conversación general, dije que si yo fuera director de cine contrataría inmediatamente a Isabelle. Lo dije como quien escribe una carta de amor, una carta de amor ridicula. Después, tras el gran esfuerzo que esto representó para mí, me quedé completamente hundido en el sofá. El ventilador adosado al techo giraba, pero con una lentitud de pesadilla. Todos me miraron y rieron pensando que había hablado irónicamente, pues todos, menos yo, sabían que ella acababa de rodar con Truffaut. Aunque no sabía por qué, entendí que mi breve intervención había sido muy afortunada y entonces, con la ayuda del cuarto coñac, me atreví a mirar directamente a los ojos de Adjani, traté de mirarla a ella con la mayor fijeza y profundidad posibles.
En ese momento, una inoportuna mosca se posó en mi ojo izquierdo y, al tener que apartarla de un manotazo, dejé de mirar a Adjani. Fastidiado, me dije que las moscas andaban siempre metiendo la nariz donde no las llamaban. Cuando volví a mi actividad anterior, cuando regresé a mi mirada fija y profunda, descubrí que Adjani me estaba lanzando en aquel preciso instante una mirada tan helada como terrorífica. Quedé inválido para el resto de aquella inolvidable velada, pues percibí con toda claridad y horror que si aquellos ojos pudieran matar no dejarían vivo ni al apuntador. Pero no hay mal que por bien no venga. Me di cuenta de que, en compensación, había encontrado a la mujer fatal de mi libro. Ahora ya sabía exactamente cómo miraba mi asesina ilustrada.
«Gracias por ser tan galante», me dijo Adjani con sorna. Y todo el mundo rió mucho, como si les hiciera gracia que el ventilador del techo hubiera aumentado su lentitud de pesadilla.