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Debió de ser en septiembre del 74, estábamos en el Café Blaise, en lo alto de la Tour Eiffel, y de golpe la realidad dejó de ser para mí lo que era y al mirar hacia la ciudad vi sólo una encrucijada de cuatro caminos, uno de los cuales llevaba con toda claridad a las cumbres del Kilimanjaro. Mi absoluto asombro al ver esto y mi fulminante despedida de una realidad que hasta entonces me había parecido única e inmutable se encuentran entre los recuerdos más memorables de ese día en el que, acompañado y guiado por Kikí, tomé mi primer ácido, mi primer LSD.

Poco después de notar los primeros efectos de la píldora, comencé a tener la sensación —siempre con dudas, pero creciendo de segundo en segundo— de que tal vez era inmortal, y acabé teniéndola ya con toda la fuerza cuando de pronto me llegó la casi inequívoca impresión de que yo estaba algo más que vivo y que si en aquel momento alguien tenía la ocurrencia de, por ejemplo, dispararme al corazón, no lograría matarme, al menos no lo conseguiría en aquel momento, pues yo notaba en mi cuerpo una energía infinita y de incontrolable potencia.

Con mis dudas —cada vez menores— sobre si era o no inmortal, comencé a preguntarme qué podía pasarme si me lanzaba al vacío desde el Café Blaise. Estaba tan pasado de LSD que era muy capaz de hacerlo. Miré a Kikí y ella parecía distraída observando los movimientos de unos niños que jugaban con unos globos en la terraza. «Me gustaría ahora», le dije, «arrojarme al vacío y caer de pie, sano y salvo, en el asfalto. ¿Crees que con la fuerza del ácido soy capaz de una pirueta así? ¿Qué piensas que me sucedería si hiciera eso, crees que me mataría?»

Kikí era amante de la filosofía hindú y adoraba al músico Ravi Shankar y tenía a Katmandú en el centro de su atormentado mundo hippie y a menudo me hablaba de cruces de caminos con montañas nevadas al fondo, cruces con diferentes sendas espirituales de vida en las que la sabiduría budista te ayudaba a elegir la única verdadera. Kikí era una jovencita caprichosa y liviana de la que estuve perdidamente enamorado hasta ese día de la Tour Eiffel en el que empecé por suerte a disponer de unas primeras noticias sobre la existencia de la ironía, que es una actividad que yo creo que a veces desarrolla una prudencia egoísta que por fortuna nos inmuniza contra la exaltación sentimental. Gracias a la ironía —que nos permite eludir las desilusiones por la sencilla razón de que se niega a ilusionarse— ya no me ilusiono hoy en día con ninguna Kikí —en la actualidad, por cierto, madre de familia en Reims, además de señora obesa y alcoholizada, nada budista—, ya no me ilusiono y hace tiempo que mi lema es una frase cervantina que aplicada, por ejemplo, a la hoy gorda Kikí, le deja a uno enamorado de la ironía: «No hay carga más pesada que la mujer liviana.»

«No te matarías, no morirías, sólo te irías lejos de París, pero no te matarías», me contestó aquel día Kikí en un tono hipnotizador, muy persuasivo. «¿Ah, no?», le dije algo extrañado. Y ella: «No la palmarás si con el debido karma te concentras bien en la caída, ¿me comprendes? Debes ir frenando mentalmente en el aire durante tu descenso. Si obras así, hasta puede que llegues incluso a caer de pie, ya ves.» «¿Y no caeré de pie en el suelo de París?», pregunté. «Caerás de pie, pero no será París», respondió.

Estaba enamorado de ella. Le había hecho tanto caso hasta entonces en cuantas consignas me había dado sobre cómo comportarse bajo los efectos del LSD, que por poco me arrojo confiadamente al vacío desde lo alto de la Tour Eiffel. Pero algo en el último momento impidió que me creyera que podía ir mentalmente frenando mi cuerpo en la caída. Y ese algo, aparte de una intervención a tiempo de mi inteligencia natural, fue el descubrimiento de que Kikí era monstruosa, pues, sabiendo como sabía que el ácido abre brechas peligrosas en nuestra mente, buscaba sin tapujos que yo me matara. Vi que ella no sólo no me quería nada, sino que con sus palabras buscaba desembarazarse de mí, tal vez porque quería quedarse con el poquísimo dinero que tenía en la buhardilla, o tal vez simplemente porque yo, tal como últimamente venía sospechando, le resultaba odioso. Por suerte, la ironía acudió en el último momento en mi auxilio y desarrolló en mí una prudencia egoísta que me inmunizó de la voz asesina y persuasiva de la terrible Kikí.

«No entiendo por qué irse de París te parece recomendable», le dije. «¿Qué?», preguntó algo sorprendida, como si no esperara que yo todavía siguiera allí, tal vez se creía que ya estaba muerto. «Nada», le dije, «sólo quiero que sepas que la eternidad no es mucho más larga que la vida.» Di media vuelta sobre mí mismo y me marché, dejé el Blaise y la dejé a ella, la dejé para siempre, lo cual es un decir, porque en realidad la desaprensiva Kikí me había dejado hacía ya muchos meses. Bajé en el ascensor de la Tour Eiffel y poco después, ya en la calle, en el cruce de los cuatro caminos, me interné en una ruta que iba más allá incluso de la realidad que había venido a suplir a la realidad que había dejado de ser lo que era, y fui, a ritmo de ácido, hacia otra realidad en la que tiempo y espacio no existían: fui, por decirlo de algún modo, más allá de las nieves perpetuas del Kilimanjaro; fui al país donde las cosas no tienen nombre y donde no hay dioses, no hay hombres, no hay mundo, sólo el abismo del fondo.

Muchas horas después, ya en la buhardilla y habiendo bajado mucho el efecto de la droga, estaba mirando yo distraídamente el techo cuando de pronto sentí un escalofrío de terror, como si en ese preciso instante hubiera vuelto a la normalidad y a la realidad. Y me di cuenta de la gravedad de lo que había sucedido.

«Caramba», me dije asustado, «no todos los días intentan a uno asesinarle.»