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¿Es recomendable irse de París? No, no creo que lo sea mucho. Para la mujer que acompaña al intrépido Harry en Las nieves del Kilimanjaro no lo es nada. Refiriéndose a la peligrosa África en la que se han adentrado, le dice a Harry en un momento del relato de Hemingway: «Quisiera no haber venido a este lugar, en París no te habría pasado nada de todo esto, podríamos habernos quedado allí.» Esa mujer, aunque sólo sea por su carácter liviano y porque no le gustaba nada moverse de París, me recuerda a veces a Kikí, la única persona de este mundo de la que sé con certeza que me ha querido asesinar.

Las nieves del Kilimanjaro es un relato en el que Hemingway nos cuenta, de forma elíptica, que le ha visto ya las orejas al lobo, que ve un presagio de muerte en las cumbres nevadas de esa orgullosa montaña, «cuya cima oeste es llamada por los masai la casa de Dios». Hemingway estaba convencido de que las nieves del Kilimanjaro, que identificaba con la muerte, eran definitivas, perpetuas. También nosotros hemos estado convencidos de esto hasta hace muy poco. En medio de un mundo acelerado en el que todo se transforma, era confortable saber que la muerte, como la nieve sobre la cumbre del Kilimanjaro, estaría ahí siempre intocable, deliciosamente fría y estable. Sin embargo, toda esa serena seguridad en la eternidad de la nieve de esas cumbres africanas se nos derrumbó no hace mucho cuando supimos que dentro de veinte años ya no habrá ni rastro de ella en el Kilimanjaro. Se trata de una noticia del siglo XXI equiparable a una del XIX, parecida a aquella de la muerte de Dios que difundiera en su momento Nietzsche.

Dentro de veinte años morirán las nieves eternas del Kilimanjaro. Me pregunto qué habría dicho Hemingway de haber podido enterarse de esto que ahora nosotros sabemos, es decir, de haberse enterado de que después de Dios será la Muerte la que muera. Le recuerdo a Hemingway fotografiado con su mujer en Africa, con el majestuoso Kilimanjaro al fondo, su mujer Mary mirando a la cámara con una escopeta. Y le recuerdo también en otra fotografía africana, junto al gran aventurero Philip Percival, cuya valentía él admiraba tanto.

«Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.» Había en Hemingway una manera muy valiente y digna de ir hacia la muerte, hacia las cumbres nevadas. Pero es evidente que, en el caso de que dentro de veinte años le fuera posible volver al mundo, le resultaría imposible volver a escribir eso de «entonces supo que era allí adonde iba», pues para esos días el espacio que dio título a su relato, ese lugar de silencio e imponente clima de altura («allí adonde iba»), al encontrarse sin sus nieves perpetuas, no será el lugar, no será la Muerte.

Dentro de veinte años, habrá que ir a París para buscar algo más eterno, darle así la razón a esa mujer del relato de Hemingway que decía que no era recomendable dejar esa ciudad. Me parece que ella, a pesar de su carácter liviano, supo intuir muy bien que París, a diferencia de las sentenciadas nieves del Kilimanjaro, será siempre inmortal, no se acabará nunca. Porque ¿verdad, señoras y señores, que París no se acabará nunca?