Un día, estaba sentado con Martine Simonet (la plus belle pour aller danser, la más guapa del barrio, mi amor platónico), Javier Grandes y Jeanne Boutade en la terraza del Café de Flore (el Flora lo llamaba Sarduy) y llevábamos un buen rato sin hablar, seriamente inmersos en la observación y estudio de la gente que nos rodeaba o que pasaba por la calle, cuando se me ocurrió de pronto preguntarle a Martine qué era lo que encontraba más irresistible para reír a carcajadas.
«La piel de los plátanos», dijo, «la gente que resbala y se rompe las narices. Soy muy clásica.»
En aquellos días los clientes del Café de Flore se dividían para mí en tres apartados: el de los escritores exiliados, el de los escritores franceses y el de la variopinta y más bien extravagante clientela ajena a lo literario, pero no a lo raro. Es posible que desde entonces no haya vuelto a ver reunido en ningún lugar del mundo tanto elemento excéntrico como el que allí había.
«Valga el fácil tropo: el Flora tiene su fauna: titular, casi inamovible, empalagosa y segura», escribió Sarduy por esas fechas. Recuerdo muy bien a algunos de los integrantes de aquella extravagante y empalagosa fauna: el joven rubio, por ejemplo, que sólo podía sentarse donde Jean-Paul Sartre escribió La náusea; la imitadora de Zsa-Zsa Gabor, que llegaba, todos los días al atardecer, con sus siete perritos blancos; el joven millonario mallorquín Tomás Moll y su eterno secretario, trabajando en un libro que se les volvió infinito; la pintora norteamericana Ruth Stevens, demacrada y escorbútica; Roland Barthes refugiándose en la lectura de Le Monde para no ser molestado; el travesti gordo de todas las noches, ostensible y negro; David Hockney, con la mirada falsamente ausente; la insoportable abuela moscovita, desgreñada y diabólica; Paloma Picasso y su novio argentino, etcétera.
Yo me pasaba horas allí en el Flore con los amigos riéndome de los clientes del local y sobre todo de la gente que veíamos pasar por la calle, por delante del café. Claro está que, según donde estuviera situada mi mesa, había días en que, cuando decidía dejarla para regresar a la buhardilla (que estaba a cuatro pasos de allí), era capaz de dar una vuelta entera a la manzana con tal de no pasar por delante de la terraza y ser yo mismo la nueva víctima de los comentarios y las burlas.
Claro está también que no siempre fue así, pues en realidad tardé mucho en atreverme a entrar en el Flore y aún más en aprender a reírme de la gente de la calle y de la del interior del café. De hecho, el día en que le hice la pregunta distendida a Martine, yo de algún modo llevaba muy pocas horas ya por fin plenamente integrado entre la fauna del Flore. Ese día yo era consciente de que, tal como ya había sospechado la primera vez que entré en el Flore, en realidad no me había exiliado a Francia ni a París, sino a un barrio de París, el Quartier Latin, y muy especialmente a un café de ese barrio, el Flore.
Ya el día en que fui por primera vez al Flore sospeché que entrar en él significaba pedir asilo literario en el café, pasar a formar parte de una cadena de generaciones de escritores que se habían exiliado allí, exactamente allí. Yo aquel primer día sentí que ingresar en el Flore significaba abrazar una orden de escritores desplazados, aceptar algo parecido a la delegación de una continuidad. El Flore parecía contener todos los idiomas y todos los cafés literarios del mundo. «Exiliarse en el Quartier Latin», le había oído decir a Sarduy, «es como pertenecer a un clan, integrarse a un blasón, quedar marcado por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio en la que generaciones de escritores y poetas se han ido sucediendo.» Me ilusionaba esa responsabilidad de abrazar la orden de los que son extranjeros siempre, pero al mismo tiempo temía no estar a la altura, no llegar a ser digno de los escritores que me habían precedido, pues era ya consciente de que tenía que escribir como ellos, o incluso mejor, y que para semejante proyecto mi escritura tenía que ir adquiriendo consistencia y textura. ¿Cómo lo haría? Difícil lo veía. Estaba todo por hacer. ¿Lograría ser digno de aquella tradición de escritura de café y de exilio? Azorado por todo esto, en los días siguientes llegué a imaginar que la tradición apátrida del Flore me hablaba, y hasta creí oír algunas de las lúcidas y también trágicas voces de los que me habían precedido, voces que parecían componer un coro llamado Exilio. Es tu turno, oía que me decían.
¿Mi turno? Durante un largo periodo de tiempo, estuve despertando sudoroso en medio de la noche, tumbado allí en el horrible colchón de la buhardilla, viendo todavía las paredes y las mesas del Flore que se habían asomado a mi sueño. Y recuerdo perfectamente que, aunque ya hubiera despertado, muchas veces seguía oyendo esas voces del coro. El coro de los desplazados. El Exilio, en definitiva.
Ahora te toca a ti, me decía el Exilio. Y, secándome el sudor, yo pensaba que Marguerite debería haber añadido el apartado responsabilidad en su cuartilla de instrucciones.