Sin duda la ironía ya existía en la antigua Grecia, la encontramos en Sócrates. El banquete de Platón es de hecho la primera novela moderna. En la Edad Media, sin embargo, la ironía estaba peligrosamente vista o no era concebible, estaba fuera de lugar, podías ir a la hoguera si se te ocurría practicarla. La reencontramos en Cervantes, hombre del Renacimiento. La ironía se introduce en el meollo de la novela, en su propia estructura. Y de ahí hasta nuestros días. «Si la realidad es un complot», dice Ricardo Piglia, «la ironía es un complot privado, una conspiración contra ese complot.» La ironía no es un añadido, forma parte de los mecanismos de representación del mundo, ofrece un ángulo de sombra sobre ese mundo. La ironía, por otra parte, es una figura retórica, desmiente el lenguaje. Y, sin embargo, yo no quiero desmentir nada de lo que acabo de decir sobre ella. No es nada irónico todo cuanto he dicho sobre la ironía. Y es que a fin de cuentas el arte es el único método del que disponemos para decir ciertas verdades. Y no veo mayor verdad que ironizar sobre nuestra propia identidad, que es lo que desde ayer vengo haciendo, siempre con buen ánimo, en esta conferencia.