Creo que esa dicotomía entre Rimbaud y Mallarmé la reflejé inconscientemente en La asesina ilustrada, donde inventé dos escritores diametralmente opuestos. Uno, Juan Herrera, era un escritor de cierta categoría que se había distinguido toda su vida por ser un fanático del orden, del orden burgués para ser más exactos. Acerca de las arremetidas del desorden (los totalitarismos de los años treinta) contra el orden había escrito numerosas páginas. El otro se llamaba Vidal Escabia y era un escritor pésimo y la viva imagen del desorden. El primero era más bien sedentario y el otro un nómada recalcitrante. Tenían, claro está, escritorios muy diferentes.
Herrera colocaba en el suyo (había tenido el mismo durante toda su vida, tanto en París como en Sète o en Trouville), según un esquema invariable: plumas, lápices, cenicero, lupa, abrecartas, diccionarios, folios, cuartillas, vaso de agua mineral y cajita con aspirinas, calmantes y centraminas. Herrera —contrafigura de Thomas Mann, un escritor burgués al que yo, como situacionista, despreciaba— era supersticioso y solía atribuir sus momentos de escasa inspiración literaria a la inexacta colocación de alguno de sus objetos sobre la mesa de trabajo. Vidal Escabia, en cambio, nunca había tenido escritorio (ni lo necesitaba, porque otros le escribían la mayor parte de sus novelas), era tremendamente despistado, olvidaba en los taxis los manuscritos de sus libros escritos por otros, escribía (o, mejor dicho, simulaba escribir) en las playas o en las bares más concurridos, no le duraba un bolígrafo ni tres días seguidos, el único diccionario que había tenido había sido uno de sinónimos que le regalaron en Lima y que perdió en un prostíbulo (nunca se supo con qué idea lo había llevado hasta allí), era un apasionado promotor de cualquier idea de caos y un entusiasta de su propio desorden.
Creo que Vidal Escabia tenía mucho de mí, pues a fin de cuentas yo no había tenido escritorio hasta llegar a París y, además, me había pasado la vida homenajeando al desorden y escribiendo cuatro tonterías en las playas o en los bares concurridos, nunca en un escritorio. Yo amaba mucho el caos y detestaba la estabilidad burguesa y creo que me identificaba con Escabia, a quien, aunque fuera un mal escritor, le tenía mucha simpatía, no diré que fuera mi modelo de escritor, pero siempre le habría preferido si me lo hubieran confrontado con Thomas Mann, es decir, con Juan Herrera, el escritor insoportablemente serio y sedentario, siempre pendiente de que todo tuviera un orden preciso.
Ironías del destino. Cuando en La asesina ilustrada describí la ordenada disposición de los objetos en la mesa de Juan Herrera, no podía ni imaginar que, con el tiempo, a lo largo de más de un cuarto de siglo, yo acabaría teniendo en Barcelona siempre el mismo escritorio y cuidaría hasta extremos patológicos y con supersticiones de todo tipo la disposición de mis objetos sobre la mesa de trabajo, es decir, que me convertiría en un escritor sedentario, en un Thomas Mann cualquiera.
¿Soy conferencia o novela? ¿Soy Thomas Mann o Hemingway?