Una noche de junio del 74, en un restaurante de la rue Saint-Benoît (Barthes ya había vuelto de la China y en París comenzaban los días a ser calurosos), quiso saber Marguerite Duras qué destino literario yo prefería.
«¿Mallarmé o Rimbaud?», preguntó.
Se me atragantó el café.
No tenía yo ni idea de qué me estaba hablando. Había leído a los dos con cierta atención y deslumbramiento, pero estaba lejos de saber que el uno y el otro representaban dos opciones literarias distintas, la sedentaria y la nómada: Mallarmé sin moverse en toda la vida de su domicilio de París, sin abandonar jamás su escritorio, concibiendo el lenguaje como una potencia de transformación y de creación nacida para crear enigmas más que para aclararlos; Rimbaud abandonando muy joven París y la escritura para extraviarse en una vida africana de aventura, convertirse en un hombre de negocios al que le gustaba «sobre todo fumar y beber licores fuertes como metal fundido».
Adolfo Arrieta, que cenaba con nosotros, vio mi cara de zozobra y salió velozmente en mi ayuda explicándome en breves segundos qué clase de disyuntiva era la que acababa de plantear Marguerite. Esa disyuntiva me ha acompañado toda la vida. Aquel día, mi primer impulso fue elegir la opción Rimbaud, cercana a la apología de Hemingway de unas formas de vida basadas en el riesgo y en la mitificación de unas concepciones viriles de la existencia, dejarme seducir por la aventura, situarme al lado de Rimbaud, que «escribía silencios, señalaba lo inexpresable, fijaba los vértigos». Pero enseguida pensé que, por sosa y aburrida que me pareciera, me convenía más elegir la opción Mallarmé, pues una declaración entusiasta de principios nómadas podía llevar a Marguerite a preguntarme con coquetería por qué diablos, si tanto me gustaban Abisinia y Rimbaud, no me iba de París y dejaba así libre mi buhardilla. Por otra parte, no convenía olvidar que quien había escrito que le gustaban el humo y los licores fuertes se había convertido en África en un hombre sobrio, avaro e hipócrita: «Sólo bebo agua, quince francos al mes, todo está muy caro. Nunca fumo.»
Iba a elegir la opción Mallarmé cuando me quedé peligrosamente dudando, y así he llegado, dudando, hasta el día de hoy, lo que en el fondo es más propio de Mallarmé que de Rimbaud, puesto que el domicilio y el escritorio son ideales para la duda y tienen la ventaja añadida de impedir que nos volvamos locos, lo cual, bien mirado, no está nada mal, sobre todo si pensamos, como pienso yo, que nunca será una duda la que nos haga enloquecer, sino más bien una certeza, cualquier certeza, aunque ésta sea tan simple como la que tengo ahora de que esta primera sesión de las tres de las que se compone esta conferencia de tres días está a un solo fragmento de llegar a su final. Les leo ahora el fragmento sobre el orden y el desorden en los escritorios, y por hoy ya termino.