Decía Hemingway que cuando la primavera llega a París, incluso si es una primavera falsa, la única cuestión está en encontrar el lugar donde uno pueda ser más feliz. Recuerdo muy bien el primer día de la primavera de 1974, no el primer día oficial de la primavera, sino un día espléndido de abril, recuerdo muy bien la fecha, el 9 de abril, un día en el que de pronto cesaron por completo las lluvias y todo el mundo dejó atrás la ropa de invierno y se llenaron las terrazas de los cafés. Todo invitaba a la felicidad, un grave contratiempo para mi estado habitual de desesperación juvenil. París es una ciudad gris y lluviosa, pero cuando llega la primavera y se llenan las terrazas y cantantes callejeras que parecen salir de todos los rincones cantan La vie en rose, la ciudad se convierte en el mejor lugar del mundo para, aunque uno no quiera y prefiera la vida en negro, poder ser feliz.
Ese 9 de abril, iba yo a cruzar el boulevard Saint-Germain con Marguerite Duras y Raúl Escari cuando de pronto un gran coche negro, casi funerario y en todo caso nada primaveral, frenó de golpe y se detuvo junto a nosotros. Miré y pude ver en su interior a Julia Kristeva, Philippe Sollers, Marcelin Pleynet y a una cuarta persona que no identifiqué. Sollers bajó la ventanilla del coche y habló unos breves segundos con Marguerite. No entendí nada de lo que decían. Después, el coche arrancó y desapareció en la lejanía, acabó difuminándose al fondo del boulevard. Entonces Marguerite dijo de pronto: «Se van a la China.»
Una vez más, pensé, habla en su francés superior. Se van a la China, repitió Raúl en un tono muy solemne e irónico, y no pudo reprimir una alegre carcajada. Y yo reí para no llevar la contraria. Lo curioso es que era verdad. En días de abril y mayo de 1974, una delegación francesa compuesta por tres miembros de la revista Tel Quel (Sollers, Kristeva y Pleynet), junto a François Wahl y Roland Barthes, visitó la China. Fueron de Pekín a Shanghai y de Nankín a Xian. A su vuelta, Barthes publicó un célebre artículo en Le Monde, donde se mostraba decepcionado ante lo que había oído y visto. El té chino le había parecido tan soso como el paisaje. Eso y ciertas reflexiones sobre el maoísmo es lo que más recuerdo de aquel artículo que el día en que apareció, un 24 de mayo de 1974 —otro extraordinario día de primavera—, leí en mi buhardilla con sigiloso asombro ante lo que allí se decía. El artículo se titulaba «Alors la Chine», y hay quien asegura que ha pasado a la historia de la literatura francesa del siglo XX.