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¿En un helado de fresa?

Pasaron dos semanas y Bremen y Worpswede habían quedado atrás cuando de Barcelona tuve que viajar a Málaga: se trataba de unas apretadas horas de trabajo con noche en el Hotel Larios y vuelta al día siguiente. Sabido es que todo llega o acaba llegando y que a veces llega cuando menos lo esperas. Al regreso del rápido viaje, me tocó volar de Málaga a Barcelona en el vuelo de Spanair JKK666. Casi no podía creerlo. ¿Cómo se atrevían a darle el número de la Bestia a un avión? Durante un largo rato, esperando la salida del diabólico vuelo temí que aquello que había presumido que podía sucederme en Bremen, pudiera pasarme precisamente en aquel avión. Porque también es bien sabido que tanto Dios como el Diablo han mostrado últimamente con creces no tener nada de perfectos y sí mucho de torpes, se les ve a menudo llegar tarde al teatro de sus operaciones. Pero luego pensé en lo contrario, me dije que era absurdo caer en la trampa y creer en cosas de tan pronunciada carga literaria y que en definitiva no tenía por qué sucederme nada. Y subí al avión.

Mi compañero de asiento era uno de esos jóvenes nerviosos con los que todos alguna vez nos hemos cruzado en los aviones, una de esas personas que no paran de moverse, como si vinieran de beber mucho o de haber tomado una fuerte dosis de cocaína. Cuando la azafata les obliga a ponerse el cinturón de seguridad, creemos que vamos a poder descansar de ellos. Pero en modo alguno es así, porque siguen agitándose intranquilos y nerviosos dentro del cinturón abrochado y hasta empiezan a contagiarnos su alterado estado. Logró contagiármelo tanto que no pude evitar enviarle una mirada feroz al tiempo que trataba yo de reprimir mis instintos más primarios, que eran darle una bofetada y colocarle un triple cinturón de seguridad. El tipo seguía allí descontrolado y agitándose en el asiento, cogiendo, por ejemplo, la revista de la compañía aérea y volviendo a colocarla en su sitio, y eso hasta no sé cuántas veces. Por no hablar de las preguntas absurdas a las azafatas, las miradas nerviosas hacia la ventanilla y otras lindezas. Le contemplé bien, iba vestido completamente de negro, de la cabeza a los pies. Miré con atención esa cabeza, me detuve en el examen detallado de su rostro, y sentí un breve escalofrío: aquel joven, que tenía aire diabólico y cierto aspecto de asesino, se parecía mucho a mí en la época en que escribí La asesina ilustrada.

En ese momento, despegó el avión.

¿Era un impostor o alguien ajeno por completo a mí o yo mismo con unos años menos? Sin duda lo segundo y, salvo que viajaba en el JKK666 y su aspecto era más bien demoníaco, no había demasiados motivos para alarmarse. Pero por si acaso traté de seguir manteniéndole a raya. Le lancé una nueva mirada desafiante. Le lancé —en la medida de lo posible— la misma mirada helada y terrorífica que en su momento, cuando escribía el libro, había imaginado yo que tenía mi asesina ilustrada. Pensé que le había dejado atónito o confundido, pero eso sólo lo pensé, la realidad iba por otro lado. Cuando andaba ya planeando dejar de mirarle y de ocuparme de él, reanudó su gesto nervioso de coger la revista de la compañía aérea y darle un vistazo compulsivo y colocarla de nuevo en su sitio. Más irritado que nunca, iba a mandarle una última y muy seria y amenazante mirada de reproche cuando me llegó nítidamente la impresión de que yo no estaría vivo si en los años setenta, por ejemplo, siguiendo el ejemplo de Hemingway o dejándose llevar por la desesperación propia de la juventud, él se hubiera suicidado. Vi que siempre había dependido de aquel joven asesino y que si él me olvidaba, yo moriría. Y viceversa, claro.

Tomé nota en mi agenda de lo que pasaba y busqué que él lo leyera. Anoté: «Sensación de estar en dos tiempos y en dos sitios.» El joven diabólico estaba demasiado nervioso para leer lo que yo escribía. Me pregunté qué sucedería si yo, por ejemplo, le dijera: «Cuando alcances mi edad, querrás a toda costa que alguien te reconozca que físicamente te pareces a Hemingway.» Seguramente, me tomaría por loco o pensaría que quería estrechar lazos amorosos con él, cualquier cosa menos adivinar que era igual a mí cuando yo era joven. Viajé en riguroso y reprimido silencio a su lado hasta Barcelona. Y al aterrizar en esa ciudad le cedí el paso en el pasillo del avión para que pudiera salir antes. «La juventud, delante», le dije desfogándome, tratando de subsanar con estas palabras parte de la represión sufrida a lo largo del interminable vuelo. «Y el demonio que anda por todas partes», respondió insolente, casi arrollándome. Tan inmensa urgencia por salir de un avión no la he visto nunca en nadie, y eso que he visto gente acelerada.