La asesina ilustrada (libro escrito por la asesina misma, aunque el lector no debe saberlo hasta el final) se abre con una primera frase casi perfecta que habla de lo entrelazadas que están en la vida de la narradora las ocasiones de risa y llanto (una frase que fue en realidad la última que escribí de todo el libro y sobre la que diré algo más adelante). Y luego continúa así: «Fue el año pasado, en un viejo hotel de Bremen, andando en busca de Vidal Escabia. Por un laberinto de corredores había llegado hasta el 666, el número de su habitación, y como fuera que la puerta estaba entreabierta…»
La asesina le cuenta al lector que descubre en esa habitación 666 del viejo hotel de Bremen el cuerpo sin vida de Vidal Escabia y que junto al cadáver encuentra, caído en el suelo, como si a él le hubiera sobrevenido la muerte mientras lo leía, el manuscrito original de La asesina ilustrada. Y un poco más adelante la asesina revela que en mayo del 75 le envió a la víctima desde Worpswede, cerca de Bremen, una carta personal, el manuscrito de La asesina ilustrada y unas notas sobre ese texto.
El motivo por el que elegí Bremen y Worpswede —ciudad y pueblo sobre los que lo desconocía todo, sólo sabía que eran poblaciones alemanas— fue en realidad muy simple. Por imperativos de la trama, necesitaba el nombre de una ciudad que no estuviera muy lejos de París y en aquel momento lo que tenía más a mano en la buhardilla era Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke. Abrí el libro con los ojos cerrados y fui a parar a la cuarta carta, que estaba fechada en julio de 1903 en Worpswede, cerca de Bremen. Me di cuenta enseguida de que había encontrado la ciudad que buscaba, pero también un pueblo de nombre raro que sería una pena no aprovechar. Y así fue como los dos, tanto el pueblo de nombre raro, Worpswede, como la ciudad de Bremen, ocuparon un lugar en la primera página de mi primer libro y con el paso del tiempo —pocas páginas habré frecuentado tanto como la primera de La asesina ilustrada— acabaron convirtiéndose en dos nombres míticos para mí, en dos nombres que pasaron a formar parte de mí mismo.
Permítanme ahora que por unos momentos deje a un lado la ironía y me enternezca recordando qué leía yo en esos días del pasado. Creo que veía a Rilke y Unamuno como si fueran escritores de libros de autoayuda. Me parece que, al igual que Cómo se hace una novela, de Unamuno, yo tenía el libro de Rilke allí en la buhardilla con la idea primordial de tratar de que, tal como insinuaba el título, éste me enseñara a escribir. Lo había comprado en la librería La Hune como quien adquiere una perla pensando que ésta va a solucionarle la vida. Aquella compra no puedo verla más que como enternecedora y me lleva a pensar en la posibilidad de que hoy aquí, en esta sala, se encuentre entre el público algún joven poeta que esté escuchando esta conferencia creyendo que puede aprender algo de la exposición irónica de mis años de aprendizaje.
Si es así, a ese joven poeta le recomendaría que no cayera en tan lamentable equívoco. Si a este mundo venimos a aprender y, sin embargo, no aprendemos nada —salimos de él sabiendo menos de lo que sabíamos—, menos va a aprender de una conferencia en la que la única certeza que tiene el conferenciante —bueno, quizá ese joven sí aprenda algo, quizá aprenda esto que voy a decirle, lo cual no es poco—, la única certeza que yo tengo es que la constancia del hábito de escribir suele estar en relación con su absurdo, mientras que en cambio las cosas brillantes solemos hacerlas de repente.
No creo que esté de más precisar que si bien del libro de Rilke no aprendí nada, también es cierto y curioso que ese libro a su manera sí me ayudó en algo, me ayudó no sólo a encontrar el nombre de una ciudad y de un pueblo alemanes sino también a escribir las primeras frases de la carta de mi asesina, que son exactamente las mismas que las del cuarto mensaje de Rilke al joven poeta, mensaje enviado desde Worpswede, cerca de Bremen, el 16 de julio de 1903, y que comenzaba así: «He dejado París y he venido a esta gran llanura norteña, donde la amplitud y la calma y el cielo me ayudarán a descansar.»
Y si bien las dos poblaciones me han ido acompañando a lo largo de los años, nunca se me ocurrió que un día podía viajar a ellas, como así ha acabado sucediendo hace unos pocos meses cuando unos profesores me invitaron a una lectura de mis textos en Bremen ofreciéndome, sin ellos saberlo, la posibilidad de viajar a la primera ciudad y al primer pueblo que nombré en toda mi obra. Acepté de inmediato la invitación pero no tardé nada en preguntarme si me hospedarían en un viejo hotel en Bremen y sobre todo en especular en torno a la posibilidad tan literaria como aterradora de que, tanto si era viejo o no el hotel, el número de mi cuarto pudiera ser el 666.
Si el 666 era el número de mi habitación —cosa que entendía o quería yo entender como muy improbable—, debía desde luego darme por hombre muerto. Tal vez toda mi obra —me decía yo— ha consistido en eso, en escribir durante treinta años para acabar volviendo a los orígenes, para acabar regresando, en un círculo cerrado diabólico —no olvidemos que el 666 es el número de la Bestia—, a las primeras frases que escribí en mi primer libro, regresando y siendo víctima mortal de ellas, tal como lo había sido de mi manuscrito Vidal Escabia, el primer personaje de mis libros al que maté.
Fui a Bremen y el hotel era moderno y el número de habitación (como a fin de cuentas era de esperar) estaba muy lejos de ser el 666. Relajado, aquella misma noche me liberé de golpe de mis fantasmas y, al término de mi lectura en la ciudad, durante la cena, bromeé temerariamente acerca de mis terrores ya disipados. «¿Y si el 666 donde en realidad te está esperando es en Worpswede?» Nunca sabré quién preguntó eso. El hecho es que al día siguiente decidí viajar a Worpswede, en parte porque quería desafiar a la Bestia, pero también porque sentía curiosidad por ese pueblo de nombre raro que se había infiltrado en las primeras páginas de mi primer libro. En autobús, camino del pueblo, me llegó la extraña sensación de que estaba adentrándome, treinta años después de haberla escrito, en la primera página de La asesina ilustrada. Ya en Worpswede, donde descubrí que Rilke había viajado en 1903 a ese tranquilo pueblo porque era amigo de Paula Modersohn-Becker, visité la casa-museo de esta interesante pero malograda pintora. Y compré varios libros sobre la historia artística del lugar y también una edición alemana de Cartas a un joven poeta, aquel libro de Rilke que yo había tenido en la buhardilla de París y que había perdido hacía mucho tiempo y en el que se hablaba de la amplitud, la calma y el cielo de aquella gran llanura norteña donde curiosamente (o no) en aquel momento me encontraba.
Modersohn-Becker pintaba a las personas como si fueran naturalezas muertas. Cuando murió, Rilke le dedicó un poema, Réquiem para una amiga. Tenía ella un punto de genialidad que la muerte le arrebató a los treinta y un años, dejando a Rilke desolado: «Hay en algún lugar una antigua enemistad entre la vida y la gran obra…» Estuve largo rato en la casa-museo y después paseé por el pueblo y a través de los cuadros de paisajes que había visto en la casa-museo comencé a imaginar que andaba por el Worpswede de principios del siglo XX, que andaba por la gran llanura norteña, al anochecer, empujado por un suave viento. Bajo un cielo inmenso se extendían los campos en tonos oscuros, lejanas colinas onduladas que se movían cubiertas de brezo, limitadas por rastrojeras y alforjón recién segado. Y todo esto se me fue presentando tan fuerte y tan real, que hasta me entró miedo. Entonces me acordé del número 666 y también de que había ido hasta aquel pueblo sabiendo que me arriesgaba a encontrarme con aquel número y con la amenaza de que el círculo diabólico de mi obra pudiera cerrarse de golpe en cualquier momento. Pero el 666 no estaba por ninguna parte. Tomé un trivial helado de fresa en una terraza de la carretera, junto a la parada del autobús, que me devolvió a Bremen.
Mi miedo a la Bestia quedó en eso, quedó en un helado de fresa.