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Es difícil saber si quien acaba de pedir que yo hable más fuerte es un saboteador de esta conferencia o bien está sordo o es un admirador excesivo.

Pero en fin, sea como fuere, seré más sonoro.

Vivo en Barcelona, me atrae y fascina mucho ese París que nunca se acaba, pero no me engaño, quisiera pasar más tiempo en Nueva York, donde, por cierto, sólo he pasado una noche en mi vida.

Nueva York es un deseo que viene de lejos. Durante muchos años tuve un sueño recurrente en el que me veía a mí mismo de niño en los años cincuenta en el amplio patio de la casa de mis padres, en ese entresuelo de la calle Rosellón de Barcelona, frente al cine Chile. Me veía en ese sueño allí jugando a solas a fútbol (como solía hacer de niño), a la sombra de las casas de ocho o diez plantas que rodeaban el patio. Pero había un cambio respecto al pasado: aquellas casas aparecían transformadas en rascacielos de una ciudad con innegable duende, la ciudad de Nueva York. Y eso, el que en lugar de las casas de mi barrio hubiera rascacielos, me producía una potente sensación de plenitud absoluta y de felicidad, la que daba no moverse en el último rincón de la tierra sino en la capital del mundo, Nueva York. Tanto se repetía este sueño de grandeza que deduje que deseaba conocer esa gran ciudad, cambiar el esplendor modesto de mi provinciano mundo infantil de la posguerra española por el centro del mundo.

Un día, de pronto, me invitaron a pasar una noche en Nueva York.

Me ofrecieron participar en un coloquio en una biblioteca de Manhattan. Aunque una sola noche era poco —en las siguientes debía estar en Providence y Boston para otros dos coloquios— acepté la invitación, viajé a Nueva York, viajé sobre todo para investigar qué sucedía cuando uno en el mundo real se encontraba dentro de su sueño más recurrente y más feliz.

Ya en Nueva York, recién llegado a la ciudad, de noche en la soledad de mi cuarto de hotel y con la maleta por deshacer todavía, miré por la ventana y contemplé los rascacielos de los que estaba rodeado. Visualmente era como en el sueño del patio, pero nada especial sucedía. Me encontraba yo dentro de mi sueño y al mismo tiempo el sueño era real. Pero, como por otra parte era de esperar, no había aumentado en nada mi sensación de plenitud o de felicidad por estar allí. Me encontraba en Nueva York, y eso era todo. Me acosté, me dormí y entonces soñé que estaba jugando en un patio de Nueva York, rodeado de casas de Barcelona. Y de pronto descubrí que el duende del sueño no había sido nunca la ciudad de Nueva York, sino el niño que jugaba dentro de ese sueño. El niño que yo había sido era el que había provocado siempre que aquel fuera mi sueño de sueños. A la mañana siguiente, por mucho que estuviera en Nueva York, me molestó una barbaridad comprobar que me había despertado. Porque lo de menos era Nueva York, que estaba allí con sus rascacielos y su innegable seducción. Lo de menos era estar confirmando que, en efecto, Nueva York me gustaba más que París. Y lo de más era que al despertar se había borrado el niño, había perdido al verdadero duende del sueño. Anduve sonámbulo todo aquel día, el único de mi vida que he pasado en Nueva York.