Nada en la vida es inmutable, todo es modificable. Yo por ejemplo, podría irme a vivir a Nueva York, que es lo que en el fondo deseo. Podría instalarme en un apartamento en Nueva York en lugar de estar en Barcelona comentando que París no se acaba nunca. Nada es inmutable, todo es modificable. Pensemos, por ejemplo, en la obra de Flaubert. Con la imaginación la podemos fácilmente transformar. Basta que dejemos caer sobre esa obra la sospecha de que si su autor hubiera dispuesto de un poco más de tiempo y dinero suficiente para ordenar su legado literario, hoy sería una obra bastante distinta, pues seguro que Flaubert habría terminado Bouvard y Pécuchet, habría suprimido Madame Bovary (hay que tomarse en serio el fastidio que a su autor le producía la despótica fama del libro) y a La educación sentimental le habría dado un final diferente.
Salvando las insalvables distancias con Flaubert pero pensando que todo se puede cambiar, me digo ahora que de mi obra, antes de que sea demasiado tarde, debería, por ejemplo, cambiar el final de mi séptima novela, mejorar la novena (desaproveché las amplias posibilidades de la trama), suprimir la tercera, etcétera. Pero, sobre todo, lo más urgente sería retocar La asesina ilustrada, libro venenoso y criminal, mi fúnebre debut literario. Tal vez cambiarle sólo el título pasar a llamar irónicamente a ese libro Pipa y desesperación, errores de juventud. No sé, creo que me convendría darle cierta alegría a mis primeros pasos en las letras, embellecer lo que fue una puesta de largo un tanto siniestra. Por su carácter de monumento funerario —es como esa tumba de Tutankhamon que quien la abría, moría— yo debería hacer con ese libro lo que proponían los surrealistas para darle un poco de alegría al siniestro y solemne Panthéon de París: cortarlo verticalmente y separar las dos mitades cincuenta centímetros.