Una tarde, fui al apartamento de Raúl Escari con la premeditada idea de que me orientara acerca del significado de la expresión registro lingüístico, para mí el más grande de los enigmas de la cuartilla en la que Marguerite Duras me había dado instrucciones para escribir una novela. «¿De verdad quieres saber eso?», me preguntó Raúl en cuanto le dije en su casa que quería saber aquello. «¿Así que sabes lo que es?», le dije ilusionado. «Lo sé, pero me aburre decírtelo», me contestó. Y añadió: «Actúa en lugar de preguntar.» Esto último evidentemente me desconcertó y me llevó a querer saber qué había querido decirme. «Que preguntas demasiado cuando en realidad deberías pasar a la acción, en este caso ponerte a escribir sin más. En cuanto lo hagas sin preguntarte tantas cosas te encontrarás de frente con el registro lingüístico.»
Volvíamos a estar como al comienzo de la conversación. «¿Y no podrías decirme cómo es, qué rasgos tiene el registro lingüístico?» Con un enorme fastidio por tener que explicarme aquello, Raúl acabó diciéndome: «No se habla lo mismo en el salón que en el cuartel, en familia que entre estudiantes, o en una reunión política, o en la iglesia, o en el bar de la esquina. ¿Captas ahora el asunto? Por cierto, podríamos ir al bar de la esquina.»
Ya en el bar de la esquina, se dignó decirme: «Cambiamos de lenguaje conforme cambiamos de ambiente. ¿Captas?» «Pero tú», le dije, «hablas igual en este bar que en tu casa.» «Pero si ahora se sentara con nosotros, por ejemplo, tu madre, yo hablaría en un registro distinto.» «Capto», le dije. Entonces, como si le hubiera molestado que hubiera captado tanto, añadió: «En realidad no deberíamos hablar aquí en este bar de registros lingüísticos sino de variedades diafásicas, que son los diversos comportamientos idiomáticos que puede adoptar un mismo individuo según la situación comunicativa en que se encuentre.»
«¿Y no es lo mismo un registro lingüístico que una variedad diafásica?», pregunté. «Claro que sí», respondió, «¿ves como ya sabes qué es un registro?» En efecto, ya sabía lo que era, aunque lo había aprendido por un tortuoso, quizá en realidad muy sutil e inteligente, camino. Cambié de tema. Decidí averiguar por qué él, siendo claramente un escritor, no escribía desde hacía años. De pronto, le pregunté en qué registro escribiría en el caso de que escribiera. No me contestó. Insistí y siguió igual, no obtuve respuesta alguna. Sólo una sonrisa, una sonrisa perfecta. Su registro, el más elegante que he conocido en mi vida, era pariente de la risa y del silencio.