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Marítima y tropical, un tanto decrépita, muy húmeda y calurosa, la isla de Key West se la regalo a quien la quiera. Hoy en día está igual de horrible que cuando Hemingway se instaló en esa vieja casa de piedra que el tío de Pauline, su segunda mujer, les dio como tardío regalo de boda. Aunque no era un sitio ideal, a Hemingway no le disgustó del todo, era un buen lugar al que regresar después de pescar tarpones en las aguas de las Tortugas o de cazar osos en Wyoming. Pero, se mire como se mire, Key West tiene poca gracia y, de tener alguna, ésta quizá sea la de que todavía, como en la época de Hemingway, los marineros se pelean a puñetazo limpio en bares de música de rumba.

Salvo en esos bares, me aburrí tanto en Key West (supongo que mi descalificación contribuyó a ello) que dediqué muchas horas a imaginar con todo detalle la historia de mi amistad con un cachivache llamado Scott, que en su vida anterior habría sido un demonio de París, el diablo Vauvert.

He dicho cachivache y, quizá para ser más preciso, habría tenido que decir un odradek, esa criatura kafkiana que es una especie de armatoste en forma de carrete, formado por una serie de hilos viejos y rotos, de diversos tipos y colores. No es más que un objeto de madera, pero es también una criatura animada, con una vida propiamente eterna, que, en el caso que nos ocupa, habrá de sobrevivir a todos los clientes del lugar en que se aloja, La Closerie des Lilas, de París: allí vive, sin ser percibido nunca por nadie que no sea yo mismo, que desde hace ya treinta años, cuando voy a ese local, converso con él.

«Bueno, ¿cómo te llamas?», le pregunté la primera vez que le vi. «Antes era Vauvert, hoy soy Scott», me dijo con una voz que sonaba como el susurro de unas hojas caídas. «¿Y dónde vives?», le pregunté. «Siempre aquí, en este solar, hoy en día llamado La Closerie, siempre entre la puerta y la barra; en otro tiempo estuve en los sótanos de una casa abandonada que había en este solar», me dijo, y se rió con una risa extraña, la de alguien sin pulmones.

Hice mis investigaciones, pregunté quién había sido el diablo Vauvert.

«¿Qué fue del Monstre Vert, del diablo Vauvert? Jamás se supo y ya jamás se podrá saber», terminaba diciendo el lunático Gérard de Nerval en un intenso y romántico texto dedicado a la leyenda de ese antiguo monstruo y diablo de París. Hoy en día se da por sentado que seguimos igual, que jamás se supo y ya jamás se podrá saber cuál fue la suerte del diablo Vauvert a partir del momento en que, allá por los años veinte del siglo XIX, un sargento de la policía lo vio por última vez. Y, sin embargo, ya ven, yo tengo noticias de él, le conozco desde hace treinta años; sé que apenas se mueve de ese lugar donde un día, pronto hará dos siglos, le vieron desaparecer, sólo que ahora su aspecto es distinto, ya no es un demonio, ahora es un odradek. El hecho es que continúa en el solar donde desapareció. Como diría Kafka, se fue lejos para seguir aquí.

En otros tiempos, el Monstre Vert vivió en el castillo de su propiedad, en el castillo de Vauvert, en el centro de París, pero su lujosa morada fue destruida por el fuego, y entonces fue a esconderse, según Nerval, «en los sótanos de una casa deshabitada, al final del Jardín du Luxembourg, en el boulevard de Montparnasse, junto a la avenue de l’Observatoire», es decir —aunque Nerval no pudo llegar a saberlo—, nada menos que en el solar donde años después construyeron La Closerie des Lilas, un bar en el que Fitzgerald y Hemingway, allá por los años veinte del siglo XX, se encontrarían a menudo, primero como colegas y amigos y después como rivales enemigos.

Se sabe que en tiempos de Nerval armaba mucho jaleo el diablo Vauvert, especialista en orgías y en embrujar y hacer bailar a las botellas de vino de los sótanos de esa casa deshabitada que con los años sería derruida para dar paso —tal vez no fuera casual— al bar de copas donde tantas veces dirimieron Fitzgerald y Hemingway sus diferencias y que en la actualidad es un refugio perfecto para un antiguo embrujado de botellas como el diablo Vauvert, un lugar ideal para nuestro odradek, hoy el fantasma secreto de La Closerie des Lilas.

El odradek Scott (así lo llamo yo, que soy la única persona del mundo que tiene tratos con él) es la memoria viva de las relaciones entre Fitzgerald y Hemingway. No es nada más que eso, lo cual, bien mirado, es mucho. ¿O no es mucho ser la memoria de aquella amistad entre los dos escritores?

Sospecho que sus hilos viejos y rotos pertenecen a una banda magnética en la que él tiene grabados para su desesperación todos los encuentros y desencuentros de la pareja. Conoce todo lo que pasó entre los dos. Se llama a sí mismo Scott y se identifica con el autor de El gran Gatsby y lucha para que Hemingway (que para él soy yo) no olvide nunca lo que pasó.

Walter Benjamin dijo que un ángel nos recuerda todo lo que hemos olvidado. Scott, como el odradek que es, siempre situado entre la puerta y la barra de La Closerie, me recuerda, cuando voy a ese local, hasta el último detalle de lo que pasó entre los dos amigos. Es el alma, es el diablo, es el odradek, es la memoria de esa relación entre Hemingway y Fitzgerald. En los días de mi juventud en que yo frecuentaba mucho La Closerie, él, considerando que yo era Hemingway, me recordaba siempre, en el nombre de Fitzgerald, las anécdotas más olvidadas de nuestra historia de colegas enfrentados. Y había noches en las que trágicamente asumía en su persona —¿o sería mejor decir en su objeto?— toda entera la trama triste de la enemistad de los dos escritores y entonces se mostraba intratable, de un humor de perros, imitaba las frases más irónicas que Hemingway le había dedicado a su antiguo amigo en aquel bar, y luego imitaba las respuestas no menos irónicas del otro. Y acababa amargado de tanta ironía, acababa fatal entre la puerta y la barra, incitándome diabólicamente a irme del local sin pagar, algo que empecé a hacer ya casi por sistema en mis últimas visitas a ese lugar al que, convencido de que después de tanto tiempo ya no se acordarían de mí, me atreví a volver a mediados de agosto de este año y donde, como es comprensible, entré nervioso, sobre todo porque —aunque sabía perfectamente que le vería— me preguntaba si, a pesar del mucho tiempo transcurrido, Scott seguiría allí.

Entré este agosto en La Closerie y no le vi. Fui sin mi mujer, para evitar que ella me reprochara una vez más que ande siempre con la imaginación de que me voy pareciendo a Hemingway, y sobre todo para que ella no descubriera que en La Closerie mi imaginación ha creado un odradek que me habla a mí como si yo fuera Hemingway. Me quedé en la barra, a la espera de pedir mesa. Miré a un lado y al otro muchas veces y nada, tenía la sensación de que él ya no estaba allí. Hasta que de pronto, en el momento menos pensado, oí que alguien detrás de mí decía y luego se reía: «Debes mucho dinero.» Pensé de inmediato en todas las veces que me había ido de allí sin pagar. Me volví aterrado pero no le vi, no parecía que estuviera allí. Miré por todas partes, tenía que estar entre la barra y la puerta de entrada. Pero no, no estaba allí, o yo no conseguía verle. La voz, en cualquier caso, era la suya, inconfundible, sonando como el susurro de unas hojas caídas. Y su risa la de siempre, la de alguien sin pulmones. «Recuerda que yo fui tu protector, recuerda que te presenté al editor Perkins», le oí decir de pronto. Y entonces le vi. Estaba en el rincón más oscuro de la barra. Parecía que se hubiera bebido todas las botellas de los antiguos sótanos de la antigua casa deshabitada de aquel solar. «¿Qué haces ahí, Scott?», le pregunté, quizá en un tono demasiado perdonavidas. Permaneció en silencio largo tiempo, resistiendo a ese tiempo como también lo ha hecho la madera de la que está hecho. Yo estaba ya sentado hablando con el camarero cuando, saliendo de la madera misma de mi mesa, reapareció su inquietante voz. «Me debes mucho dinero, Hemingway. Yo te ayudé a triunfar», dijo, y se rió con cierta amargura. Juraría que durante unas décimas de segundo, bajo la dirección del Monstre Vert, ensayaron un baile todas las botellas de La Closerie des Lilas.

Aunque le vi más borracho que nunca, en el fondo del fondo lo encontré igual que siempre, seguía riendo sin pulmones pero riendo como el ser inmortal que era, y no habían envejecido nada sus viejos hilos rotos de bello y maldito cachivache, los viejos hilos de mi querido Scott secreto.