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Cuando fui a París este último agosto, una tarde me di una vuelta con mi mujer por la rue Delambre, en Montparnasse, para ver si por casualidad todavía existía el Dingo Bar, donde en abril de 1925 se conocieron Scott Fitzgerald y Hemingway.

La rue Delambre es más bien breve, repleta de bares y hoteles, está detrás del mítico Café Le Dôme. La recorrimos en cinco escasos minutos y comprobamos que en ella no queda ni rastro del Dingo Bar, lo que en el fondo es bastante lógico, pues han pasado setenta y siete años desde que Hemingway estaba allí un día tranquilamente sentado «en compañía de algunos sujetos que eran compañías perfectamente malas» y de pronto casi se le cayó encima literalmente Scott Fitzgerald, que dijo conocerle y apreciar sus cuentos y le presentó a un hombre alto y simpático que estaba con él, diciéndole que era Dunc Chaplin, el famoso lanzador de béisbol, un señor del que Hemingway, poco aficionado a ese deporte, jamás había oído hablar.

Fue el comienzo de una amistad, que empezó a buen ritmo y acabó muy mal. Se cuenta en París era una fiesta que a los pocos días de aquel primer encuentro salieron de viaje en tren los dos hacia Lyon, fueron a esa ciudad para recuperar el coche descapotable que el escritor de éxito había dejado abandonado allí, salieron el escritor con mucho dinero, brillante y ya muy famoso (Scott Fitzgerald) y uno que era algo más joven y todavía un principiante (Hemingway), un escritor sin dinero y ansioso por triunfar y contento de haber conocido a aquella gran estrella de la literatura. Y también se cuenta que el viaje en tren fue un lío inmenso y que aún más lo fue el de regreso en el coche descapotable y se sabe que el escritor joven tuvo que hacer de enfermero del mayor, cuidarle en la habitación de un hotel del pueblito de Chalon-sur-Saône, donde el escritor consagrado, tocado por el alcohol ingerido, decía que se moría, pero decía que se moría de un resfriado. Y donde el escritor principiante y ambicioso tuvo que ocuparse de todo, intentar que el escritor consagrado conservara la calma, mezclarle limonada con whisky y ofrecérselo con un par de aspirinas, y luego sentarse a leer un periódico y esperar a que se le pasara la borrachera al autor de éxito.

Mientras el pobre Hemingway estaba leyendo el periódico, oyó que Fitzgerald le decía: «Eres un tío frío, ¿no te parece?» Al mirarle, Hemingway comprendió que, si no en su diagnóstico, por lo menos en su receta se había equivocado, y que el whisky iba a resultarles muy pernicioso. «¿Qué quieres decir, Scott?» «Quiero decir que eres capaz de sentarte tan tranquilo y leer tu porquería de periodicucho francés, sin importarte un comino que yo agonice.»

Fitzgerald no agonizaba. Tan sólo ocurría que había bebido y se había mojado mucho a causa de la lluvia que había caído despiadadamente sobre su infame coche descapotable en el que no funcionaba —por deseo expreso de su mujer Zelda— la capota. Es muy curioso constatar que el diálogo que se estableció en esa habitación de hotel de Chalon-sur-Saône y que Hemingway transcribe en París era una fiesta recuerda la situación y los diálogos de El gato bajo la lluvia. Fitzgerald parece desempeñar el papel femenino mientras que Hemingway trata de leer con calma en la habitación del hotel y espera que pase el chaparrón. Si en el cuento del gato bajo la lluvia la esposa quería tener el pelo más largo para poder hacerse un moño, y también quería tener un gatito que se acostara en su falda, y, además, quería comer en una mesa con velas y con su propia vajilla y que fuera primavera, en la situación del hotel de Chalon-sur-Saône un exigente Scott Fitzgerald, entre las nieblas del alcohol, habla en un tono idéntico al de la mujercita del cuento del gato y la lluvia: «Quiero tomarme la temperatura», dice Fitzgerald, «y luego quiero que nos sequen la ropa y que tomemos un expreso para París, y llegar lo más pronto posible al Hospital Americano de Neuilly.» Hemingway trata de no ponerse nervioso y le dice que la ropa no está todavía seca. Y es interrumpido por Fitzgerald: «Quiero tomarme la temperatura.» Y ya sólo le habría faltado añadir: «Y quiero un gato que se acueste en mi falda y ronronee cuando le acaricie. Y quiero tener el pelo más largo y comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y sobre todo quiero tener un gato, quiero un gato, quiero un gato. Y llegar lo más pronto posible al Hospital Americano.»

Ya de regreso en París, Hemingway confesaría a su mujer que no había aprendido nada del escritor famoso en aquel viaje. En todo caso, si algo había aprendido era que nunca hay que salir de viaje con una persona a la que no amamos.

El episodio Hemingway-Fitzgerald es uno de los más estrambóticos que pueblan la historia de los encuentros y desamores entre dos escritores de talento. Por lo general, poco puede aprender uno del otro. Y luego está el asunto de la rivalidad y de los egos exacerbados y el tema de la envidia que siente el más pobre por el más rico, etcétera. Que el episodio del hotel de Chalon-sur-Saône está emparentado con El gato bajo la lluvia lo prueba de algún modo el ronroneo («como el de un gato») de la mujer de Hemingway cuando éste en París era una fiesta, después de decirle que no piensa viajar nunca más con personas a las que no ame, le propone a ella ir a España. «Pobre Scott», acaba diciéndole Hemingway a su mujer. «Pobre todo el mundo. Ricos los gatos que no tienen dinero», añade ella.

«Pobre Scott», le dije yo también a mi mujer en París a mediados de agosto de este año, ya de vuelta en nuestro cuarto de hotel sin haber hallado en la rue Delambre rastro alguno del Dingo Bar. «Pobre, pobre Scott», dijo entonces mi mujer, «¿sabes qué? Ahora vuelvo, voy a buscar el Dingo en Internet, voy a ese cibercafé de la esquina, seguro que averiguo en qué número de la calle estuvo ese bar.»

Yo estaba tumbado en la cama, medio absorto en la lectura de un periódico. «No te mojes», le dije, y sin darme cuenta hablé como el personaje de El gato bajo la lluvia. Ella volvió un rato después, con toda la información. El Dingo Bar había estado en el número 10 de rue Delambre, donde hoy está un restaurante italiano que habíamos visto antes y que nos había parecido, con toda la razón del mundo, horrendo.

«L’Auberge de Venise, ¿te acuerdas?» Me acordaba perfectamente. En la acera de enfrente y delante mismo de aquel restaurante habíamos visto a un clochard que se parecía mucho a Hemingway, y ella había dicho: «Se le parece de verdad, no como tú, que no te pareces en nada.»

También trajo del cibercafé otro dato interesante: en el número 15 de la misma calle, donde ahora está el Hotel Lennox, tras dar por finalizada para siempre su vida en Nueva York, había alquilado un taller mi admirado Marcel Duchamp, en realidad el único mito artístico de mi juventud que aún no se me ha derrumbado del todo.

«La rue Delambre será pequeña, pero desde luego tiene más encanto y pedigrí del que pensábamos, ¿no te parece?», dijo mi mujer. No contesté. Fuera continuaba lloviendo. Seguramente en la calle había un gato bajo la lluvia. Yo seguí medio absorto en la lectura del periódico. Como en un cuento de Hemingway.