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No había mesa en la buhardilla. Sólo un armario, un viejo y gran espejo, y un colchón en el suelo. Dos semanas después de alquilar aquella chambre, fui una mañana de domingo con Javier Grandes al Marché aux Puces y compré una desahuciada y carcomida mesa de madera que me costó ochenta francos y que con la ayuda de Javier trasladé en metro hasta mi chambre. Dejé aquel día de ser un escritor sin escritorio. Hoy, cuando pienso en eso, hasta me resulta difícil imaginarme a mí mismo sin mesa para escribir. Pero no debería sorprenderme tanto. Después de todo, siempre hay un primer escritorio, siempre hay una primera vez para todo.

A la concierge la mesa no le gustó, no tenía simpatía por los habitantes de la sexta planta, el rellano de los locateurs de buhardillas. Tenía que limpiar semanalmente el water común de esa planta y nadie le pagaba, y aquello la sacaba literalmente de quicio. Odiaba, por otra parte, a Marguerite Duras. La concierge era valenciana, exiliada tras la guerra civil española. Pero no quería saber nada de mí, por muy catalán que yo afirmara ser, por muy compatriota suyo que fuera. Se había vuelto muy francesa y, además, consideraba que entre los catalanes y los valencianos había muchas diferencias. La concierge, para honrar a todas las porteras de París, estaba de permanente mal humor. Cuando vio mi mesa, hizo un gran esfuerzo para no montar en cólera y me dijo unas frases difíciles de olvidar: «Los franceses ya no quieren trabajar, todos quieren escribir. Y ahora ya sólo faltaba que los catalanes quieran imitarlos.»

La vieja mesa de madera, junto con la máquina de escribir que había viajado conmigo desde Barcelona, le dio un aire distinto a mi buhardilla, que pasó a parecer más la chambre de un escritor. Y aún lo pareció más cuando me compré unas libretas, dos lápices y un sacapuntas. Ya lo tenía todo para poder escribir. «El instrumental necesario», se leía en París era una fiesta, «se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas, a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte.» Tenía, pues, ya todo lo que según Hemingway era necesario para escribir y, además, una mesa (que él tal vez daba por supuesta) y una máquina de escribir (que él no nombraba porque escribía a mano), una pequeña Olivetti procedente del despacho de mi padre. Tenía mesa y máquina y libretas y lápices y un sacapuntas y también —la suerte de la que hablaba Hemingway me llegaba por aquí— un dinero que, a través de giros postales, mi padre me había dicho que me enviaría desde Barcelona durante unos meses, sólo unos meses, «para que no te mueras de hambre», a la espera de que reflexionara y decidiera regresar a Barcelona y a mis estudios de Derecho.

No había tardado mucho, gracias al libro de Unamuno, en encontrar la historia que contaría en mi novela (la de un manuscrito que pasaba de mano en mano y producía siempre la muerte de quien lo leía), pero me faltaban, tal como me había indicado Duras en su cuartilla con instrucciones, detalles de todo tipo: saber, por ejemplo, qué clase de estructura pensaba darle a mi historia. La encontré pronto, la encontré el día en que me di cuenta de que en realidad bastaba copiar la estructura de un libro ya existente y que a ser posible me gustara. Así de sencillo era, o así me lo pareció. No podía estar dando muchas vueltas al asunto problemas de estructura cuando aún quedaban pendientes otros que parecían más complicados, como, por ejemplo, unidad y armonía o técnica narrativa, y ya no digamos lo de registro lingüístico, que me pareció lo más enigmático. Así pues, en lo referente a la estructura, no convenía tener demasiados escrúpulos. Después de todo, me dije, los escritores jóvenes copian modelos, imitan a los escritores que les gustan, y a mí no me conviene arriesgarme por sendas más complicadas, pues me expongo a no escribir nunca.

¿Y qué libro me gustaba? Decidí elegir uno que no podía decirse precisamente que fuera de mi gusto (y no lo era porque no acababa de comprenderlo), pero que tenía una estructura que parecía de alto nivel intelectual, eso lo tenía yo bien claro. Y elegí a Vladimir Nabokov, que, valiéndose de un prólogo y de un voluminoso corpus de notas a un mediocre poema, había confeccionado de una forma inteligentemente enrevesada su novela Pálido fuego. No lo pensé dos veces y puse manos a la obra. Me dije que mi novela estaría organizada en forma de prólogo y comentarios a un manuscrito de prosa poética que iría en medio del libro. Escribí el prólogo y luego, una tras otra, fueron cayendo —con una exasperante lentitud, propia de mi condición de escritor principiante— las diabólicas notas o comentarios tras los que, agazapada, estaba la Muerte del desprevenido lector, que sin darse cuenta, hacia la mitad del libro, leería el manuscrito que al término del volumen la maléfica narradora desvelaría que provocaba la muerte de todos cuantos lo leían.

Una vez terminada La asesina ilustrada —la tarea no fue fácil, tardé dos años en escribir cincuenta folios: los dos de los que se ocupa esta irónica conferencia sobre mis años de aprendizaje literario—, lo entregué en Barcelona lleno de miedo (de miedo a publicar, sobre todo) a la editora Beatriz de Moura, que era amiga. Cogió el manuscrito, lo observó con cierto estupor durante unos segundos, me miró y dijo: «Pero ¿qué has hecho?» No sabía si estaba reprochándome algo. Tenía ahora yo el doble de miedo que unos segundos antes. «Pálido fuego», dije con voz entrecortada y como si eso fuera un dato sobre mi propio pálido fuego de escritor principiante, no el título de un libro. «De modo que vas a ser escritor», dijo. «Bueno, sí», respondí. Se me quedó mirando fijamente, no sabía yo si furiosa contra mí o compadeciéndose de algo. Sentí que tenía que añadir algo. Una nota de humor, por ejemplo, que rebajara la tensión que se había creado. «Escritor como Hemingway, después de todo mido metro ochenta como él», dije. Siguió mirándome fijamente, no sabía yo dónde meterme. Tragué saliva y añadí: «Aunque no tengo su anchura de hombros.»