17

También he visto de verdad París. Aunque haga años que ya no vivo en esa ciudad, tengo siempre la sensación de continuar estando allí. Recuerden el eslogan de mi ídolo de juventud, el escritor Hemingway: «Quien ha tenido la suerte de vivir en ella cuando joven, luego París le acompaña, vaya a donde vaya, todo el resto de su vida.»

Como es lógico, no conozco todas las calles de París, pero todas las he oído nombrar alguna vez o bien he leído su nombre en alguna parte. Aunque quisiera, me sería muy difícil perderme en París. Dispongo de numerosos puntos de referencia. Casi siempre sé en qué dirección debo coger el metro. En Barcelona, tras los delirantes cambios que ha habido antes y después de los Juegos Olímpicos y que han convertido esta ciudad, antes elegante y secreta, en un espacio abrumadoramente turístico, es mucho más fácil que pueda perderme. Si me depositan, por ejemplo, en una calle poco concurrida de la Villa Olímpica, tardaré mucho en orientarme y ya no digamos en encontrar un autobús o un metro.

En París conozco muy bien el itinerario de los autobuses y sé explicar a un taxista el trayecto que deseo seguir. París es fantástico entre otras cosas porque, a diferencia de, por ejemplo, las ciudades alemanas o españolas, ha sabido conservar durante siglos el nombre de muchas de sus calles. Por otra parte, en París las características de los barrios me son familiares, identifico sin demasiado esfuerzo las iglesias y otros monumentos, sé dónde están las estaciones. Numerosos lugares están unidos a recuerdos precisos: se trata de casas donde han vivido antes amigos que hace tiempo que no veo —el viejo Hôtel des Pyrénées de la rue de l’Ancienne Comédie, por ejemplo, donde vivían Adolfo Arrieta y Javier Grandes, hoy una moderna casa de pisos—, o bien cafés donde me han sucedido cosas raras: el Café de la Paix, por ejemplo, junto a la Ópera, donde un día un extraño vecino de mesa intentó convencerme de que a mi físico le sentaría bien una chaqueta idéntica a la que lucía Yves Montand en su última película; el Café de Flore, donde trabé una fugaz conversación con Roland Barthes, que me contó que, después de treinta años de ser cliente del bar, la cajera del local le había visto en televisión y se había enterado de que era escritor y le había pedido un libro dedicado y él había decidido —puesto que ella le había visto en algo tan visual como la televisión— regalarle L’empire de signes, el único libro de los suyos que estaba profusamente ilustrado; el Café Blaise, donde me hizo efecto un LSD de notable potencia y por muy poco no fui asesinado por una novia muy malvada; el Café Aux Deux Magots, donde sin venir a cuento el arquitecto Ricardo Bofill me dijo no sé cuántas veces que era muy fácil destacar en Barcelona pero muy difícil —«como lo estoy logrando yo en estos momentos», repetía todo el rato— triunfar en París; el Café La Closerie des Lilas, donde adquirí la costumbre de sentarme en la mesa en otro tiempo habitual de Hemingway y escaparme siempre sin pagar; el Café Bonaparte, donde en compañía de Marie-France (travestí a lo Marilyn Monroe que estaba rodando conmigo Tam-Tam, una película underground de Adolfo Arrieta) vi con gran asombro cómo un loco furioso entraba con un martillo en el local y elegía al azar a uno de los clientes para asestarle un contundente golpe en el cráneo que le dejó tieso y muerto; el café que está cerca del cruce entre la rue du Bac y el boulevard Saint-Germain, donde Perec recomendaba sentarse para observar la calle con un esmero un poco sistemático y anotar lo que viéramos, lo que nos llamara la atención, obligándonos a nosotros mismos a escribir «incluso lo que aparentemente no tiene interés, lo que es más evidente, lo más común, lo más opaco».

Me gusta sentarme en las terrazas de los cafés de París, y también me gusta mucho andar por esta ciudad, andar a veces durante toda una tarde, sin rumbo preciso, aunque tampoco exactamente al azar, ni a la ventura, pero tratando de dejarme llevar. A veces tomando el primer autobús que se detiene ante mí (como decía Perec, no se puede tomar el autobús al vuelo). O bien caminando deliberadamente por la rue de Seine para asomarme al arco que da al Quai de Conti y allí descubrir la silueta delgada de mi amiga La Maga detenida en el pretil de hierro del Pont des Arts.

Me gusta París, la place de Furstemberg, el 27 de la rue Fleurus, el Museo Moreau, la tumba de Tristan Tzara, las rosadas arcadas de la rue Nadja, el bar Au Chien qui Fume, la fachada azul del Hotel Vaché, los puestos de libros en los muelles. Y sobre todo una carretera secundaria, cerca del castillo de Vincennes, en la que hay un modesto y antiguo letrero sobre un poste que señala, como si acabáramos de llegar a un pueblo, que vamos a entrar en París. Me gusta mucho en esta ciudad pasar por un sitio que no he visto hace tiempo. Pero también lo contrario: pasar por uno por el que acabo de pasar. Me gusta tanto lo que hay en París que la ciudad no se me acaba nunca. Me gusta mucho París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí.