«Vi la eternidad el otro día», escribió Vaughan en un atrevido verso. Tanto si la vio como si no, desde aquí le mando todos mis respetos al poeta. Su verso parece incontestable, sobre todo porque, como diría Celan, no hay nadie que testifique por el testigo. El latigazo sintáctico recuerda el inolvidable final de la película Blade Runner cuando el que va a morir inicia su poética monserga con el tembloroso y emocionante y tan verídico «I have seen…» («He visto…»).
He visto de verdad el despacho de la casa de Coyoacán, en México, donde mataron a Trotski. Lo había visto antes en el cine. La película que Joseph Losey filmó sobre el asesinato de Trotski fue rodada en los escenarios naturales, pues éstos se hallaban intactos treinta años después del crimen. En la casa, después del asesinato, había seguido viviendo un tiempo la familia de Trotski, y luego ya nadie más vivió allí. Idéntico al día del asesinato, el despacho de Trotski se conservaba en muy buen estado, con toda la biblioteca íntegra, por ejemplo. Ya sólo faltaba el piolet con el que había sido muerto por el estalinista Mercader para que el escenario del crimen estuviera completo. Yo había visto la película y tenía muy bien visualizado y memorizado el escenario del asesinato, pero nunca pensé, mientras veía esa película, que un día estaría allí en persona, en el mismísimo escenario del crimen, nunca pensé que vería de verdad el despacho de Trotski, aquella habitación en la que sucedió algo que cambió el curso de la historia.
Fui a ver ese despacho acompañado por mi amigo Christopher, escritor mexicano que vivía en Coyoacán, a cuatro pasos del lugar del crimen. No había nadie más en la casa, de modo que, en un momento determinado, nos encontramos los dos solos frente al escritorio de Trotski, sin saber qué hacer ni qué decir. Podía oírse hasta el vuelo de un mosquito. A mí me resultaba difícil desvincular aquel despacho del que aparecía en la ficción de la película de Losey. Con todo, trataba de no olvidar que aquel era el lugar de verdad donde habían asesinado a Trotski. De modo —pensaba yo— que éste es un lugar histórico. No se me ocurría nada más. De modo, me iba repitiendo obtusamente, que éste es un lugar histórico. Por hacer algo, miré al suelo, miré a la alfombra y entonces, en medio de aquel silencio y dominado por una sensación extraña que oscilaba entre lo anodino y lo trascendental (a fin de cuentas lo que sentimos ante cualquier acontecimiento histórico supuestamente importante), vi o me pareció ver en esa alfombra una mancha de sangre de Trotski, todavía no limpiada del todo o no oscurecida lo suficiente por el paso del tiempo.
Me concentré en la mancha, tenía una grotesca tentación de —por hacer algo— santiguarme. Sentí que estaba practicando en silencio una nueva modalidad de ironía. «Vi la mancha el otro día», pensé que diría a mi regreso a Barcelona cuando me preguntaran qué tal me había ido por México. «¿Qué mancha?», me preguntarían, y entonces yo, en lugar de callarme y sumirme de lleno en la ironía reinventada, es decir, en el silencio de una ironía sin palabras, volvería a la ironía clásica. «Nada», respondería, «sólo quería deciros que he visto de verdad la sangre de Trotski.»