La ironía me parece un potente artefacto para desactivar la realidad. Ahora bien, ¿qué sucede cuando vemos algo que habíamos visto, por ejemplo, en una fotografía y de repente vemos de verdad? ¿Es posible ironizar sobre la realidad, descreer de ella, cuando estamos viendo algo que es verdad?
Perec en Especies de espacios: «Ver de verdad algo que durante mucho tiempo sólo fue una imagen en un viejo diccionario: un géiser, una catarata, la bahía de Nápoles, el lugar donde estaba situado Gavrilo Princip cuando disparó al archiduque Francisco Fernando de Austria y a la duquesa Sofía de Hohenberg, en la esquina de la calle Francisco José y del paseo Appel, en Sarajevo, justo enfrente de la taberna de los hermanos Simie, el 28 de junio de 1914 a las once y cuarto.»
Irónicas o no, las preguntas que ahora me hago son éstas: ¿Es que existe realmente lo real? ¿De verdad se puede ver algo de verdad? Sobre la realidad, yo opino como Proust, que decía que por desgracia los ojos fragmentados, tristes y de largo alcance, tal vez permitirían medir las distancias, pero no indican las direcciones: el infinito campo de los posibles se extiende y, si por casualidad, lo real se presentara ante nosotros quedaría tan fuera de los posibles que, en un brusco desmayo, iríamos a dar contra ese muro surgido de repente y nos caeríamos pasmados.
Entonces, ¿qué vemos cuando creemos ver algo de verdad? Yo diría que, cuando eso ocurre, cuando parece que nos encontramos ante lo real, estamos más que autorizados a ironizar sobre la realidad, aunque sólo sea para conjurar la posible aparición casual de lo que es realmente real y de ese muro que nos dejaría sin ironía alguna, desmayados.
Me vienen a la memoria muchas ocasiones en las que puede decirse que vi de verdad algo, visiones tras las que me pregunté si debía ironizar —en el fondo una forma de admitir que creía en esa verdad— y comentar, por ejemplo, la suerte que había tenido de no haber visto realmente lo real, pues ya estaría desmayado, o bien prescindir por completo de la ironía y tomarme muy en serio lo que acababa de ver de verdad, y entonces intentar ir hacia una ironía sin palabras, es decir, valiéndome de un silencio de estupor profundo, reinventar la ironía.
Una noche soñé que pasaba a la historia como el reinventor de la ironía. Vivía en un libro que era un gran cementerio en el que, en la mayoría de las tumbas, no se podían leer los nombres borrados de las diferentes clases de ironía.