Leía yo mucho a Perec, pero sin asimilarlo apenas. Me habría ido muy bien prestar más atención a este escritor y así descubrir, ya en esos días, la gracia y la exultante ironía de, por ejemplo, Especies de espacios, el libro que Perec publicara en París en febrero de aquel año de 1974, justo en ese mes en que yo llegué a la ciudad y compré el libro en la estación de Austerlitz, y, aunque me gustó —me quedó grabada la alternativa que el libro ofrecía para vivir en un solo sitio o vivir en muchos—, pensé que de todos modos el tal Perec no se podía comparar, por ejemplo, con Lautréamont, ni con toda la caterva de poetas malditos franceses.
Ayer volví a revisar esa alternativa que el libro de Perec ofrece para vivir en un sitio o en muchos, para ser sedentario o viajero, para ser nacionalista rancio o nómada del espíritu:
«O bien arraigarse, encontrar o dar forma a las raíces de uno, arrancar al espacio el lugar que será el nuestro, construir, plantar, apropiarse milímetro a milímetro de la propia casa: pertenecer por entero a nuestro pueblo, saber que uno es de la región de Cévennes o de Poitou.
O bien no llevar más que lo puesto, no guardar nada, vivir en un hotel y cambiar a menudo de hotel y de ciudad y de país, hablar, leer indiferentemente cuatro o cinco lenguas; no sentirse en casa en ninguna parte, pero sentirse bien casi en todos los sitios.»
Me divirtió ayer enormemente reencontrarme con esas líneas de Perec, que resumí de este modo en una cuartilla:
«En definitiva, ir con los nietos a recoger moras por los angostos caminos nacionalistas o viajar y perder países, perderlos todos viajando en los trenes iluminados del mundo nocturno, ser extranjero siempre.»