Leo las palabras del poeta Ullán sobre Marguerite Duras y es como si estuviera viéndola ahora a ella: «Marguerite preguntaba sin parar. Y era el eco y el filtro de lo que a ella misma se le preguntaba. Metía cizaña y persuasión, melodrama y comicidad. Exigía de viva voz que se le diese la razón cuando en verdad no la deseaba. Iba del vaso al cigarrillo, de la tos espasmódica a las interminables pausas. Retorcía sus manos cargadas de anillos, jugaba con las gafas o improvisaba alguna leve coquetería con ayuda del foulard. Se reía y lloraba a menudo. ¿Con facilidad? ¡Cualquiera sabe! De hecho, allí se sabía menos cada vez. Menos, en cualquier caso, de lo que ella quería saber.»
Yo la recordaré siempre como una mujer violentamente libre y audaz, que encarnaba en ella misma y a tumba abierta —con su inteligente uso, por ejemplo, del libertinaje verbal, que consistía en su caso en sentarse en un sillón de su casa y, con verdadera fiereza, despacharse a gusto— todas las monstruosas contradicciones que reúne el ser humano, todas esas dudas, fragilidad y desamparo, individualidad feroz y busca del desconsuelo compartido, en fin, toda esa gran angustia que somos capaces de desplegar ante la realidad del mundo, esa desolación de la que están hechos los escritores menos ejemplares, los menos académicos y edificantes, los que no están pendientes de dar una correcta y buena imagen de sí mismos, los únicos de los que no aprendemos nada, pero también los únicos que tienen el raro coraje de exponerse literalmente en sus escritos —donde se despachan a gusto— y a los que yo admiro profundamente porque sólo ellos juegan a fondo y me parecen escritores de verdad.