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Estando en Key West, ya descalificado y expulsado del concurso de dobles de Hemingway, me dio por pensar, con cierta intensidad, en Marguerite Duras y sobre todo en la tarde en la casa de Neauphle-le-Château en la que, al contarme la pálida pero intensa trama de su novela La tarde de M. Andesmas, ella misma se convirtió en ese libro. Si es verdad que nos convertimos en las historias que contamos sobre nosotros mismos, eso exactamente es lo que le ocurrió a Marguerite aquella tarde, ella se convirtió en esa historia que transcurre en una plataforma a media colina desde la que, anciano e inmóvil, M. Andesmas, alcanzando sólo a ver el borde de un abismo lleno de luz que atraviesan los pájaros y reposando en un sillón de mimbre, espera a Michel Are. Es la historia de una espera, de la espera de la muerte, tal vez. Hace calor. Del abismo cuyo fondo M. Andesmas no puede ver, sube la música de un pick-up. Es la canción del verano: «Cuando las lilas florezcan, amor mío /, cuando las lilas florezcan para siempre.» El pick-up suena en la plaza del pueblo. Están bailando. Pasa un perro anaranjado que se pierde en el bosque. Michel Are se hace esperar, tarda y tarda, tarda mucho. Y M. Andesmas se duerme y avanza hacia él la sombra de un haya cercana. Llega un soplo de viento. El haya se estremece…

Con la literatura de Marguerite Duras no hay medias tintas. O te entusiasma o la detestas profundamente. Su literatura no es de entreacto, eso me parece evidente. Ese día, en Key West, recuerdo que de pronto me quedé pensando primero en Marguerite Duras y después —supongo que para no dar más vueltas a mi descalificación— me puse a pensar en los muchos escritores que eran mejores que Hemingway, algo que en el fondo sabía muy bien desde hacía años. De hecho, a los pocos meses de vivir en París, había dejado de leer a Hemingway para dedicarme a otros autores, algunos de los cuales enseguida me parecieron mejores, aunque él ha terminado por ser siempre para mí como un gran padre, papá Hemingway, al que nunca he querido destronar del todo, y la prueba está en mi empeño en creer que tengo un parecido físico con él. A fin de cuentas, incidió en mi vocación de escritor con aquellas líneas que me empujaron a ser infeliz en París: «París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra (…) París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos cuando éramos muy pobres y muy felices.»

París no se acaba nunca.

Me acuerdo de los días en que comencé a planear el primer libro de mi vida, esa novela que iba a escribir en la buhardilla de la sexta planta del número 5 de la rue Saint-Benoît y que desde el primer momento, desde que encontré el argumento en un libro de Unamuno, se tituló La asesina ilustrada. Aunque en esos días tenía una relación muy idiota con la muerte, o precisamente por eso, la novela se proponía matar a quien la leyera, matar al lector segundos después de que éste la diera por terminada. Fue una idea inspirada por la lectura de Cómo se hace una novela, un ensayo de Unamuno que descubrí en los puestos de libros de los muelles del Sena y que me había llamado la atención por el título, pues pensé que hablaba de lo que precisamente yo no sabía hacer. Pero no, hablaba de todo menos de cómo se escribía una novela. Sin embargo, en un párrafo en el que Unamuno especulaba con libros que provocan la muerte de sus lectores, encontré una buena idea para contar una historia.

Un día, me crucé con Marguerite Duras en la escalera —yo subía hacia mi chambre y ella bajaba hacia la calle— y se mostró súbitamente interesada en saber en qué cosas andaba entretenido. Y yo, queriendo darme importancia, le expliqué que me proponía escribir un libro que produjera la muerte de todos los que lo leyeran. Marguerite se quedó de piedra, sublimemente estupefacta. Cuando acertó a reaccionar, me dijo —o entendí que me decía, porque volvió a hablarme en su francés superior— que matar al lector, aparte de un despropósito, era algo más bien imposible, salvo que, por ejemplo, saliera disparada una veloz y afilada flecha envenenada desde el interior del libro y fuera directa al corazón del desprevenido lector. Me quedé muy fastidiado y hasta llegué a temer que me dejara sin la buhardilla, temí que descubrir que yo era un principiante sin demasiado interés la llevara a eso. Pero no, Marguerite simplemente detectó en mí una descomunal confusión mental y quiso salir en mi ayuda. Encendió pausadamente un cigarrillo, me miró medio compasivamente y acabó diciéndome que, si quería asesinar a quien leyera el libro, debía hacerlo a base de un efecto textual. Dijo esto y continuó bajando la escalera dejándome más preocupado que antes. ¿Había yo entendido bien o su francés superior me había hecho entender mal? ¿Qué era aquello del efecto textual? Tal vez se había referido a un efecto literario que debía encargarme yo mismo de construir dentro del texto para causarle al lector la impresión de que las mismas letras del libro le habían matado. Tal vez era eso. Pero, en cualquier caso, ¿cómo conseguir un efecto literario que pulverizara al lector de una forma sólo textual?

Tras una semana de duros interrogantes y sombras negras que para mi desesperación se cernían sobre mi trabajo literario, volví a cruzarme con Marguerite en la escalera. En esta ocasión, ella subía —como en tantos inmuebles de París, no había ascensor— hacia la tercera planta, donde estaba su casa. Y yo bajaba desde la sexta, desde mi modesta chambre, directo a la calle. De nuevo manejando Marguerite su francés superior, me preguntó, o me pareció entender que me preguntaba, si ya había logrado matar a mis lectores. A diferencia de nuestro anterior encuentro, esta vez decidí no darme importancia, es decir, no hacer el ridículo, y tratar no sólo de ser humilde sino de aprovechar cualquier lección que pudiera llegarme de ella. Le conté, a trancas y barrancas, con mi francés inferior, o si se quiere confuso, las dificultades que tenía para poner en pie mi novela. Traté de explicarle que, siguiendo su consejo, ya sólo quería provocar la muerte del lector practicando el crimen en el espacio estricto de la escritura. «Pero es muy difícil de lograr, aunque estoy en ello», añadí.

Entonces vi que si yo no la entendía mucho, ella tampoco me entendía a mí. Se produjo un serio silencio. «Aunque estoy en ello», repetí. De nuevo, silencio. Entonces, buscando acabar con la tensión, traté de resumirle lo que me pasaba, farfullé de forma sincopada esto: «Un consejo, eso necesito, ayuda para la novela.» Marguerite entendió esta vez perfectamente. «Ah, un consejo», dijo, y me invitó a sentarme allí en el recibidor (como si me viera muy cansado), apagó lentamente su cigarrillo y lo dejó en el cenicero de la entrada y se dirigió, un tanto misteriosamente, hacia su despacho, del que volvió al cabo de un minuto con una cuartilla que parecía una receta médica y contenía unas instrucciones que podían —me dijo, o creí entender que me decía— serme útiles para escribir novelas. Tomé la cuartilla y me fui directo a la calle. Leí las instrucciones que contenía poco después, ya en la rue Saint-Benoît, y noté que caía de golpe todo el peso del mundo sobre mí, todavía hoy recuerdo el pánico inmenso —el escalofrío, para ser más exacto— que sentí al leerlas:

1. Problemas de estructura. 2. Unidad y armonía. 3. Trama e historia. 4. El factor tiempo. 5. Efectos textuales. 6. Verosimilitud. 7. Técnica narrativa. 8. Personajes. 9. Diálogo 10. Escenarios. 11. Estilo. 12. Experiencia. 13. Registro lingüístico.