Al día siguiente, viajando de vuelta en el TGV, mientras el tren cruzaba a toda velocidad los valles del Loira, iba leyendo yo, casi a modo de homenaje, el primer tomo de unos ensayos de Julien Gracq, escritor nacido en esa región, en el pueblo de Saint-Florent-le-Vieil, en pleno centro de esa zona que se llama los Mauges. Un paisaje maravilloso que la velocidad del tren no permitía ver, aunque por suerte creo conocerlo ya bastante bien. Entre el Loira y el Sèvre, entre los viñedos del Layon y los del Muscadet, la planicie, por donde uno puede perderse, se caracteriza por su boscaje apretado, sus bosques de fresnos, sus praderas, sus valles profundos, sus caseríos acurrucados y las laderas que bordean el río más largo de Francia. Iba leyendo el primer tomo de Lettrines, y de pronto, muy poco después de que el tren, como una exhalación, hubiera dejado atrás precisamente el pueblo de Gracq, descubrí, no sin cierta sorpresa, que éste, al que imaginaba ocupado siempre en autores de serena talla artística, hablaba de Hemingway.
Sus nada condescendientes comentarios sobre este escritor me llevaron a pensar que si algún día, por casualidad, visito al señor Gracq, trataré de que no sea precisamente él la primera persona del mundo que capta que yo tengo o podría tener cierto parecido con Hemingway. No me gustaría que me echara de su casa con cajas destempladas.
Escribe Julien Gracq: «Si tuviera que escribir un estudio sobre Hemingway, lo titularía Del don considerado como límite. Pone en marcha un diálogo con la misma seguridad con que Sacha Guitry entra en escena: sabe que nunca nos aburrirá; mancha el papel con la misma naturalidad con que otros bajan las escaleras. Su mera presencia nos hechiza; luego salimos a fumar y dejamos de pensar en él. Esta suerte de talento, repetido de libro en libro, no admite incubación ni maduración, ni riesgo ni derrota: no es más que un entreacto.»
Y añade:
«En la caza de la palabra justa, dos razas: la de los pajareros y la de los ojeadores: Rimbaud y Mallarmé. El porcentaje de logros de los segundos es invariablemente mayor, su rendimiento tal vez no admita comparación… pero jamás regresan con piezas vivas.»
(Rimbaud y Mallarmé. Por un momento me acordé de una pregunta terrorífica que acerca de ellos me había hecho Marguerite Duras un día en que yo había bajado la guardia.)