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Este verano, encontrándome en París revisando mi pasado, fui un día con mi mujer a Nantes, en el TGV, invitado a dar una conferencia sobre la ironía, es decir, acerca del mismo tema sobre el que estoy disertando hoy, sólo que en Nantes —como sólo disponía de unas cuantas notas con destino a lo que hoy es París no se acaba nunca— enfoqué la conferencia de otra forma.

«Señoras y señores», dije, «ya ven, tengo un cierto parecido con Hemingway y quiero creer que cada día me parezco más a él, lo que no significa que, al igual que él, ande falto de ironía, todo lo contrario, la ironía es mi fuerte.»

Miré a ver cómo reaccionaba el público y ante todo vi a mi mujer encolerizada, no ha podido soportar nunca mi insistencia —patética, dice ella— en querer creer que cada día me parezco más a mi ídolo de juventud.

En cuanto al público, vi que algunos tomaban mi parecido con Hemingway como una broma que les gastaba mientras que otros ni siquiera emitían señales de haberme oído bien. Contrastaban —y no sabía yo qué era peor— las sonrisas o las miradas ausentes de la gente con la ira de mi mujer.

«La ironía es mi fuerte», continué diciendo, «la ironía y la capacidad para anunciar lo que va a pasar. He venido a Nantes para decirles que va a llover.»

No existía amenaza alguna de lluvia, pero dije eso para que el público fuera entrando en el clima lluvioso del cuento que les pensaba leer. «Ante todo», les dije, «quiero decirles que he venido a Nantes para que ustedes me ayuden a entender El gato bajo la lluvia, un relato de Hemingway que nunca he entendido bien. Y también quiero decirles que mi capacidad para anunciarles lo que va a pasar me lleva a anunciarles que mañana, ya de vuelta en París, pienso dedicarme a escribir un relato titulado Lo que dijeron del gato, un cuento que hablará de lo que haya ocurrido aquí, de las interpretaciones que me den ustedes del relato que paso ahora a leerles.»

Al saber que iban a convertirse en material literario, los asistentes a aquella conferencia me lanzaron miradas desafiantes (para censurar mi atrevimiento) o bien de angustia ante la incómoda perspectiva de verse de pronto convertidos en personajes de un relato.

«El cuento de Hemingway», dije, «es según García Márquez el mejor cuento del mundo. Yo lo leí y no entendí nada, pero es que nada, de lo que pasaba en él, y lo que menos entendí fue que pudiera ser el mejor cuento del mundo. Voy a leérselo. Para interpretarlo, no pierdan nunca de vista que Hemingway fue un maestro en el arte de la elipsis y que en todos sus cuentos lograba siempre que lo más importante de la historia que contaba no apareciera en el relato: la historia secreta del cuento se construía con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión. Eso explicaría que el relato pueda parecerles muy trivial si no saben que Hemingway opera técnicamente con los sobreentendidos y las alusiones.»

Les leí ese cuento en el que una pareja de jóvenes norteamericanos, probablemente recién casados, de viaje por Italia después de la Segunda Guerra Mundial, están en un cuarto de hotel y se aburren. Fuera llueve, tienen una habitación en la segunda planta, que da al mar y a una plaza en la que hay un monumento a la guerra en medio de un jardín de grandes palmeras y verdes bancos. Mientras el marido lee tranquilamente en la cama, ella se muestra nerviosa y se preocupa de un gato que en la calle, bajo uno de los bancos verdes, trata de evitar las gotas de agua que caen por todos lados sobre su refugio. «Voy a buscar a ese gatito», dice ella. «Iré yo si quieres», se ofrece el marido desde la cama. «No, voy yo», dice ella. Se establece una conversación banal, aunque chispeante, construida con el célebre talento que tenía Hemingway para escribir diálogos. Al final, ella baja con una camarera a la calle y no encuentra lo que buscaba. «Había aquí un gato», dice ella. «¿Un gato bajo la lluvia?», pregunta la camarera, y se ríe. Al regresar a la habitación, le cuenta al marido que el gato ya no está y después se estudia de perfil en el espejo, primero de un lado y después del otro, y se fija en la nuca y en el cuello y le pregunta al marido si no le parece que le convendría dejarse crecer el pelo. «A mí me gusta como está», dice el marido, y sigue leyendo. Tocan a la puerta y es la sirvienta que trae un gato que lucha por zafarse de los brazos que lo sujetan. Es un regalo del dueño del hotel.

Invité al público a interpretar el cuento y las interpretaciones fueron bastante variadas; retuve las siguientes: 1) El relato recordaba a otro también de Hemingway en el que se hablaba de elefantes blancos y en realidad la historia secreta era la del embarazo de una mujer y su deseo callado de abortar. 2) El cuento parecía estar hablando de la insatisfacción sexual de la joven, que era lo que la llevaba a desear un gato. 3) El cuento en realidad sólo retrataba la sucia atmósfera de una Italia que acababa de salir de un conflicto bélico en el que habían precisado la ayuda de los norteamericanos. 4) El relato describía el tedio después del coito. 5) La recién casada estaba cansada de llevar el pelo corto a lo garçon para así satisfacer los deseos homosexuales de su marido. 6) La recién casada estaba enamorada del dueño del hotel. 7) El cuento explicaba que los hombres no pueden leer un libro y escuchar a la vez a su esposa, y todo esto venía ya de la época de las cavernas, de cuando ellos salían a cazar y ellas se quedaban en casa preparando la comida: ellos aprendieron a pensar en silencio y ellas a hablar de las cosas que las afectaban y a desarrollar relaciones basadas en los sentimientos.

Finalmente, una señora de cierta edad dijo: «¿Y si el cuento es así y punto? ¿Y si no hay nada que interpretar? Tal vez el cuento es del todo incomprensible y ahí radica su gracia.»

Nunca había pensado en eso, y me dio una buena idea para cerrar el cuento que al día siguiente pensaba escribir en París.

«Mañana», les dije, «escribiré mi cuento sobre lo que ha pasado hoy aquí y lo acabaré con lo que ha dicho esta señora, sus palabras me han recordado que yo siempre tengo una gran alegría cuando no entiendo algo y al revés: cuando leo algo que entiendo perfectamente, lo abandono desilusionado. No me gustan los relatos con historias comprensibles. Porque entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre.»

Sentí que me habían quedado muy redondas estas palabras. Pero entonces una joven levantó la mano, sonreía con una felicidad extraña. «Me parece muy bien», dijo, «que haya encontrado usted el final de su cuento, pero como su conferencia iba a versar sobre la ironía permítame ahora, señor Hemingway, que sea irónica y le pida, por el bien de todos sus lectores, que ese cuento que piensa escribir mañana sea comprensible, por favor, que lo podamos entender todos.»