Fui a París este agosto y, al pasar con mi mujer por la esquina de la rue Jacob con Saints-Pères, vino a mi memoria el célebre episodio en el que Hemingway, en los lavabos del restaurante Michaud, aprueba el tamaño de la polla de Scott Fitzgerald. Me acordaba con tanta precisión de esa escena de París era una fiesta que la repasé mentalmente a una gran velocidad y hasta sentí la tentación de mirarme la polla y, en fin, la repasé de forma tan veloz que en pocos segundos me quedé sin ella, sin la escena, la polla continuó en su sitio. Luego, anduve unos segundos errante, sin tener nada en que pensar hasta que compré Le Monde, tomé un taxi y me fui con mi mujer a la terraza del Select, en el boulevard Montparnasse, y allí, mientras ella iba al lavabo, desplegué el periódico y entré de lleno en las primeras frases de un artículo de Claudio Magris en el que hablaba de una gran conjura para asesinar al verano: «Verano mío, no declines, cantaba Gabriele D’Annunzio, que lo amaba por ser la estación de la plenitud y el abandono a la vida y había querido que no acabara nunca…»
Todo se acaba, pensé.
Todo menos París, me digo ahora. Todo se acaba menos París, que no se acaba nunca, me acompaña siempre, me persigue, significa mi juventud. Vaya a donde vaya, viaja conmigo, es una fiesta que me sigue. Ya puede acabarse este verano, que se acabará. Ya puede hundirse el mundo, que se hundirá. Pero mi juventud, pero París no ha de acabarse nunca. Qué horror.