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Fui a París a mediados de los años setenta y fui allí muy pobre y muy infeliz. Me gustaría poder decir que fui feliz como Hemingway, pero entonces volvería simplemente a ser el pobre joven, guapo e idiota, que se engañaba todos los días a sí mismo y creía que había tenido bastante suerte de poder vivir en aquella cochambrosa buhardilla que le había alquilado Marguerite Duras al precio simbólico de cien francos al mes, y digo simbólico porque así lo entendí o quise entenderlo yo, que no pagaba nunca el alquiler ante las lógicas, aunque por suerte sólo esporádicas, protestas de mi extraña casera, y digo extraña porque presumía yo de entender todo cuanto me decían en francés, salvo cuando estaba con ella. No siempre, pero muchas veces, cuando Marguerite me hablaba —recuerdo habérselo comentado muy preocupado a Raúl Escari, que iba a ser mi mejor amigo en París—, yo no entendía nada, pero es que absolutamente nada de lo que me decía, ni siquiera las reclamaciones del alquiler. «Es que ella, como la gran escritora que es, habla en un francés superior», me dijo Raúl, sin que su explicación me pareciera en aquel momento demasiado convincente.

¿Y qué hacía yo en la buhardilla de Duras? Pues básicamente tratar de llevar una vida de escritor como la que Hemingway relata en París era una fiesta. ¿Y de dónde había salido esa idea de tener a Hemingway como referencia casi suprema? Pues de cuando tenía quince años y leí de un tirón su libro de recuerdos de París y decidí que sería cazador, pescador, reportero de guerra, bebedor, gran amante y boxeador, es decir, que sería como Hemingway.

Unos meses después, al tener que decidir qué carrera universitaria iba a estudiar, le dije a mi padre que yo quería «estudiar para Hemingway» y aún recuerdo su mueca de gran sorpresa e incredulidad. «Eso no se estudia en ninguna parte, no es ninguna carrera universitaria», me dijo, y días después él me matriculaba en Derecho. Estuve tres años estudiando para ser abogado. Un día, con dinero que él me había dado para pasar las vacaciones de Semana Santa, decidí viajar por primera vez en mi vida al extranjero, me fui directo a París. Fui sin la compañía de nadie y nunca olvidaré la primera de las cinco mañanas que pasé en París, en ese primer viaje a la ciudad en la que unos años después —aquella mañana no podía yo saberlo— acabaría viviendo.

Hacía frío y llovía esa mañana y, al tener que refugiarme en un bar del boulevard Saint-Michel, no tardé en darme cuenta de que por un curioso azar iba yo a repetir, a protagonizar la situación del comienzo del primer capítulo de París era una fiesta, cuando el narrador, en un día de lluvia y frío, entraba en «un café simpático, caliente, limpio y amable» del boulevard Saint-Michel y colgaba su vieja gabardina a secar en el perchero y el sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedía un café con leche y comenzaba a escribir un cuento y se ponía caliente con una joven que se sentaba sola a una mesa del café, junto a una ventana.

Aunque entré sin gabardina y sin sombrero, pedí un café con leche, un pequeño guiño a mi idolatrado Hemingway. Después, saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir una historia que pasaba en Badalona. Y como el día en París era lluvioso y de mucho viento, comenzó a hacer un día así en mi cuento. De pronto, en una nueva y fantástica coincidencia, entró una chica en el café y se sentó sola a una mesa junto a una ventana cercana a la mía y se puso a leer un libro.

La muchacha era guapa, «de cara fresca como una moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia». La miré con ojos asombrados. En la Barcelona mojigata y franquista de la que yo venía era impensable ver a una mujer sola en un bar, y ya no digamos leyendo un libro. Volví a mirarla y esta vez me turbó y me puso caliente. Y me dije que a ella también, al igual que había hecho con el día crudo, la metería en mi cuento, la haría pasearse por Badalona. Salí de aquel café convertido en un nuevo Hemingway.

Pero cuando unos años después, exactamente en febrero de 1974, volví a París —esa vez, aunque no lo sabía, no para quedarme cinco días sino dos años—, yo no era ya el mismo joven vanidoso de aquella mañana de lluvia y frío. Seguía siendo bastante idiota pero quizás no tan vanidoso y, por otra parte, había aprendido a ser ya algo astuto y prudente. Lo fui cuando una tarde, en la rue Saint-Benoît, mi amigo Javier Grandes, al que había ido yo a visitar —mejor será decir a espiar— a París, me presentó en plena calle a Marguerite Duras y ésta, sorprendentemente, a los pocos minutos —guiándose tal vez por la confianza que le inspiraba Javier— ya me había ofrecido esa buhardilla por la que antes de mí habían desfilado inquilinos más o menos ilustres de la bohemia y hasta incluso algún político, también ilustre. Porque en aquella buhardilla habían vivido antes, entre otros amigos de Duras, el mismo Javier Grandes, el escritor y dibujante Copi, la delirante travesti Amapola, un amigo del mago Jodorowsky, una actriz de teatro búlgara, el cineasta underground yugoslavo Milosevic, e incluso el futuro presidente Mitterrand, que en el 43, en plena Resistencia, se había ocultado allí dos días.

Fui, en efecto, astuto y prudente cuando Duras, en la última pregunta del coqueto interrogatorio intelectual al que me sometió, simulando que deseaba averiguar si merecía ser el nuevo inquilino de su buhardilla, me preguntó quiénes eran mis escritores favoritos y la cité a ella entre García Lorca y Luis Cernuda. Y aunque tenía ya en la punta de la lengua a Hemingway, me guardé mucho, muchísimo, de nombrarlo. Y creo que hice muy bien, porque ella sólo coqueteaba y jugaba con sus preguntas, pero seguramente un autor no muy de su gusto —y parecía difícil que Hemingway lo fuera— podría haber arruinado aquel juego. Y no quiero ni pensar qué habría sido de mi brillante biografía sin aquella buhardilla.