Me verán a veces improvisar. Como ahora mismo en que, antes de pasar a leerles mi revisión irónica de mis dos años de juventud en París, me siento impulsado a decirles que sé perfectamente que la ironía juega con fuego y que, al burlar a los demás, a veces acaba burlándose a sí misma. Todos ustedes saben muy bien de qué hablo. Cuando se finge el amor se corre el riesgo de llegar a sentirlo, quien parodia sin las debidas precauciones acaba siendo víctima de su propia astucia. Y aunque las tome, acaba siendo víctima igualmente. Ya lo dijo Pascal: «Es casi imposible fingir que se ama sin transformarse ya en amante.» En fin, me propongo revisar irónicamente mi pasado en París sin perder nunca de vista los peligros de caer en la charlatanería que encierra toda conferencia y sobre todo sin olvidar en ningún momento que los alardes de un charlatán constituyen precisamente un blanco excelente para la ironía de los que escuchan. Dicho esto, advertirles también que cuando me oigan decir, por ejemplo, que París no se acaba nunca, lo más probable es que lo esté diciendo irónicamente. Pero, en fin, espero no agobiarles demasiado con tanta ironía. La que yo practico nada tiene que ver con la que surge de la desesperación, pues bastante estúpidamente desesperado estuve ya de joven. Me gusta un tipo de ironía que yo llamo benévola, compasiva, como la que encontramos, por ejemplo, en el mejor Cervantes. No me gusta la ironía feroz sino la que se mueve entre la desilusión y la esperanza. ¿De acuerdo?