Fui a Key West, Florida, y me inscribí en la edición de este año del tradicional concurso de dobles del escritor Ernest Hemingway. La competición tuvo lugar en el Sloppy Joe’s, el bar favorito del escritor cuando vivía en Cayo Hueso, en el extremo sur de Florida. No es necesario decir que presentarse a ese concurso —repleto de hombres robustos, de mediana edad y con poblada barba canosa, idénticos todos a Hemingway, idénticos incluso en su vertiente más estúpida— es una experiencia única.
Yo llevo no sé ya cuántos años bebiendo y engordando y creyendo —en contra de la opinión de mi mujer y de mis amigos— que cada vez me parezco más físicamente a mi ídolo de juventud, a Hemingway. Como nadie me ha dado nunca la razón en esto y yo tengo un carácter más bien fuerte, quise darles una lección a todos y, provisto de una barba postiza —que pensé que mejoraría mi parecido con Hemingway—, me presenté este verano al concurso.
Debo decir que hice un ridículo espantoso. Y es que fui a Key West, concursé y quedé el último o, mejor dicho, fui descalificado, y lo peor de todo es que no me apartaron de la competición porque hubieran descubierto la barba postiza —que no la descubrieron—, sino por mi «absoluta falta de parecido físico con Hemingway».
A mí me habría bastado con ser admitido en el concurso para demostrar a mi mujer y amigos que tengo perfecto derecho a creerme que cada día me parezco más a mi ídolo de juventud y que eso es todo o, mejor dicho, que eso es lo único que me queda para seguir sintiéndome algo unido sentimentalmente a los años de mi juventud. Pero casi me echaron a patadas.
Tras esta humillación, viajé a París y allí me reuní con mi mujer y en esa ciudad pasamos todo este último mes de agosto, dedicada ella a la visita de museos y a las compras excesivas y yo, por mi parte, dedicado a tomar notas con destino a una revisión irónica de los dos años de mi juventud que pasé en esa ciudad y en los que, a diferencia de Hemingway, que fue allí «muy pobre y muy feliz», yo fui muy pobre y muy infeliz.
Pasamos pues este último mes de agosto en París y el 1 de septiembre, al subir al avión que había de llevarnos de regreso a Barcelona, sobre el asiento de mi avión, fila 7 y letra B, hallé olvidado por alguien un pliego de notas con destino a una conferencia titulada «París no se acaba nunca», y quedé vivamente sorprendido. Era una conferencia enmarcada en un simposio en torno al tema general de la ironía y pensada para ser dada en Barcelona en tres sesiones de dos horas a lo largo de tres días. Quedé muy sorprendido porque precisamente acababa de escribir en París un pliego de notas para una conferencia que llevaba el mismo título y estaba enmarcada en el mismo simposio y encima también duraba tres días. Y en fin. Se me quedó una gran cara de idiota cuando me di cuenta de que era yo mismo quien acababa de arrojar ese pliego de notas sobre mi asiento, del mismo modo que otros tiran los periódicos del día para tomar así posesión de la plaza que les han asignado en el avión. ¿Cómo había podido olvidar tan pronto que era yo quien acababa de arrojar sobre el asiento esas notas? Todo lo que puedo ahora decirles es que éstas iban a dar origen a «París no se acaba nunca», la conferencia que a lo largo de estos tres días voy a tener el honor de dictarles a todos ustedes.