Lenta y deliberadamente, se fue quitando la ropa, que dejó ordenadamente amontonada en una silla. Después se metió en la cama a esperar a su marido.
Tony Cox era un hombre feliz. Escuchaba la radio mientras cruzaba lentamente las calles de Londres con su «Rolls», de regreso a casa. Pensaba lo bien que todo había ido y estaba olvidando lo que le había sucedido a Willie el Sordo. Tamborileaba alegremente con los dedos sobre el volante, siguiendo el compás de una canción pop. La temperatura era más fresca ahora. El sol estaba bajo y unos altos cirros blancos destacaban deshilachados en el cielo azul. El tráfico se hacía más denso a medida que se acercaba la hora punta, pero aquella tarde Tony tenía toda la paciencia del mundo.
Había salido bien al final. Los muchachos habían tenido su parte, y Tony les había explicado que el resto del dinero había quedado escondido en un Banco, y el porqué. Les había prometido otro pago dentro de un par de meses, y ellos habían quedado satisfechos.
Laski había aceptado el dinero robado mucho más fácilmente de lo que Tony esperaba. Quizás aquel cerdo astuto creía que podría estafarle un poco. Que lo intentase. Los dos tendrían qué pensar en algún plan para ocultar la verdadera naturaleza de los reintegros que Tony hiciera de esos fondos. Eso no podía ser difícil.
Esa noche nada podía ser difícil. Pensaba en lo que podía planear para esa noche. Quizás iría a un bar de gays y escogería un compañero para pasar la noche. Se vestiría lujosamente y se pondría alguna pieza de bisutería, y llevaría en el bolsillo un fajo de billetes de diez libras. Encontraría algún muchacho un par de años más joven que él, y le abrumaría con atenciones: una comida maravillosa, un espectáculo, champán… y después regreso al piso de Barbican. Golpearía un poco al chico para ablandarle, y después…
Sería una buena noche. Por la mañana el muchacho se marcharía con los bolsillos llenos de dinero, magullado pero feliz. A Tony le encantaba hacer feliz a la gente.
Siguiendo un impulso, se detuvo junto a una tienda, en una esquina, y entró. Era una tienda de periódicos, con un decorado brillante y moderno y nuevos estantes a lo largo de las paredes para las revistas y los libros. Tony pidió la mayor caja de bombones que tuvieran en la tienda.
La muchacha joven de detrás del mostrador era gorda, con granos y descarada. Alargó el brazo para coger los bombones dejando que su bata de nylon se le subiera casi hasta el trasero. Tony desvió la mirada.
—¿Quién es la dama afortunada, eh? —le preguntó la chica.
—Mi mamá.
—A otra con ese cuento.
Tony pagó y salió apresuradamente. No había nada más asqueroso que una mujer asquerosa.
Mientras emprendía la marcha pensó que, realmente, con un millón de libras podía hacer algo más que salir una noche de juerga por la ciudad. Podía comprar una casa en España, pero allí hacía demasiado calor. Tenía suficientes vehículos; los cruceros por el mundo le aburrían; no quería una mansión en el campo; no era coleccionista de nada. Se echó a reír al pensarlo de esa manera: en un solo día se había convertido en millonario y lo único que había decidido comprar era una caja de bombones de tres libras.
El dinero era seguridad, no obstante. Si pasara por una mala racha —incluso si, Dios no lo permitiese, le metieran en chirona— podría cuidar de los muchachos más o menos indefinidamente. Atender la empresa podía ser caro algunas veces. Había en total unos veinte tipos y cada uno de ellos esperaba que él le diera algunas libras todos los viernes, hubieran hecho o no algún trabajo. Suspiró. Sí, sus responsabilidades serían ahora menos gravosas. Valía la pena, aunque solamente fuese por eso.
Se detuvo frente a la casa de su madre. El reloj del tablero indicaba las cuatro y cuarenta y cinco minutos. Ma pronto tendría el té preparado; quizás un poco de queso con tostadas, o un plato de judías; después algún pastel de fruta o Batterberg; y peras confitadas con leche «Ideal» como final. O quizá le habría preparado su plato favorito, cucuruchos con mermelada. Después, más tarde, volvería a comer. Siempre había tenido buen apetito.
Entró en la casa y cerró la puerta detrás de él. El vestíbulo estaba desordenado. La aspiradora estaba abandonada a medio camino en la escalera, del perchero del recibidor se había caído un impermeable al suelo de mosaico y junto a la puerta de la cocina había desorden. Parecía que hubieran llamado repentinamente a mamá. Tony confió que no fueran malas noticias.
Recogió el impermeable y lo colgó de una percha. El perro tampoco estaba en casa; no hubo ladridos de bienvenida.
Entró en la cocina y se detuvo con un pie todavía en el recibidor.
El desorden era terrible. Al principio no pudo imaginar lo que era. Después, olfateó la sangre.
Estaba por todas partes: paredes, suelo, techo; salpicaba el frigorífico, el fogón y el escurreplatos. La nariz se le llenó con la peste del matadero y se sintió mareado. Pero, ¿de dónde procedía aquello? ¿Cuál era la causa? Miró desesperadamente a su alrededor, pero no había nada; solamente sangre.
Cruzó la cocina de dos grandes zancadas y abrió de golpe la puerta de atrás.
Entonces lo comprendió.
Su perro yacía en medio del pequeño patio cementado. Todavía tenía clavado el cuchillo, el mismo cuchillo que aquella mañana había afilado en exceso. Tony se arrodilló junto al cuerpo mutilado. Parecía haberse encogido, como un globo con una fuga de aire.
A los labios de Tony acudió un encadenamiento de maldiciones y blasfemias expresadas en voz baja. Contempló las múltiples heridas y los fragmentos de tela entre los dientes descubiertos de la perra y susurró:
—Peleaste bien, muchacha.
Se dirigió entonces a la puerta del jardín y miró hacia afuera, como si el asesino tuviera que estar aún allí. Todo lo que pudo ver fue una larga tira de goma de mascar rosada en el suelo, arrojada allí casualmente por algún niño.
Obviamente, mamá estaba fuera cuando eso sucedió, lo cual era una bendición. Tony decidió limpiarlo todo antes de que ella regresara.
Cogió una pala del cobertizo. Entre el patio y la puerta del jardín había un pequeño trozo de tierra que el viejo solía aprovechar para sus intermitentes cultivos. Ahora todo era maleza. Tony se quitó la chaqueta, marcó un pequeño cuadro en el suelo y empezó a cavar.
No tardó mucho en cavar una tumba. Era un hombre fuerte y estaba furioso. Pisó la pala con rabia y pensó en lo que le haría al criminal si alguna vez lo encontraba. Y lo encontraría. El bastardo lo había hecho por despecho y cuando la gente hacía cosas así tenían que presumir de ello, antes o después, de otro modo solamente podían envanecerse ante ellos mismos, y con eso nunca bastaba. Conocía a esa gente. Alguien oiría algún comentario y se lo diría a uno de los muchachos confiando recibir una recompensa.
Cruzó por su mente la idea de que el Viejo Bill podía andar detrás de todo eso. Era improbable; ése no era su estilo. ¿Quién, entonces? Tenía muchos enemigos, pero ninguno de ellos tenía tanto odio ni redaños para hacer un numerito como ése. Cuando Tony daba con alguien con esas cualidades solía contratar al individuo.
Envolvió a la perra muerta con su chaqueta y colocó dulcemente el envoltorio en el agujero. Volvió a rellenarlo de tierra y alisó la superficie con la parte plana de la pala. ¿No había oraciones para los perros, verdad? No.
Volvió a la cocina. El desorden era espantoso. No podría limpiarlo él solo. Mamá estaría de vuelta en cualquier momento… Era un jodido milagro que estuviera fuera de casa tanto tiempo. Necesitaba ayuda. Decidió llamar a su cuñada.
Cruzó la cocina intentando no pisar la sangre y ensuciarlo todo. Le pareció que era mucha sangre, incluso para un perro bóxer.
Entró en la sala para usar el teléfono, y allí estaba ella. Debía haber intentando llegar al teléfono. Un rastro fino de sangre iba de la puerta al cuerpo tumbado en la alfombra. Solamente había recibido una puñalada, pero el golpe había sido fatal.
La expresión de horror congelada en la cara de Tony fue cambiando lentamente mientras sus facciones se retorcían, como al apretar un cojín, y se convertía en una expresión desesperada. Alzó lentamente los brazos hacia lo alto y presionó sus mejillas con las palmas. Abrió la boca.
Finalmente surgieron las palabras y rugió como un toro. —¡Mamá! —gritó—. ¡Oh, Dios mío, mamá!
Cayó de rodillas junto al cadáver y lloró: sollozos enormes, ruidosos, desesperados, como el llanto de un niño sin ninguna esperanza.
En la calle, frente a la casa, se agrupaba la multitud ante a la ventana de la sala, pero nadie se atrevió a entrar.