Ellen Hamilton se había quedado en casa casi todo el día. Había inventado aquella salida de compras, según le dijo a Felix: necesitaba una excusa sólo para ir a verle. Era una mujer que se aburría. El viaje a Londres no le había ocupado demasiado tiempo; a su regreso se había cambiado de ropa, se había peinado otra vez y se había ocupado más de lo necesario en preparar un almuerzo de queso fresco, ensalada, fruta y café sin azúcar. Había lavado los platos, desdeñando el lavaplatos para lo poco ensuciado y enviando a Mrs. Tremlett al piso de arriba para que pasara la aspiradora. Escuchó las noticias y vio una serie en la televisión; comenzó a leer una novela histórica que dejó después de las cinco primeras páginas; erró por la casa de una habitación a otra, ordenando cosas que no necesitaban ser ordenadas; y bajó a la piscina para nadar un poco, cambiando de intención en el último momento.
Ahora estaba desnuda sobre el suelo de mosaico de la fresca casa de verano, con el bañador en una mano y el vestido en la otra, pensando: si no puedo decidirme entre ir y no ir a nadar, ¿cómo tendré alguna vez fuerza de voluntad para abandonar a mi marido?
Dejó caer las ropas y relajó los hombros. En la pared había un espejo de cuerpo entero, pero no se miró en él. Era cuidadosa con su apariencia por escrúpulo, no por vanidad: y podía resistirse muy bien a los espejos.
Pensó en la sensación que le daría nadar totalmente desnuda. Cuando era joven no se hablaba de cosas parecidas: además, siempre le había dado vergüenza. Lo sabía, y no luchaba contra su inhibición, ya que realmente le agradaba; le daba a su vida un estilo, una forma y una solidez que ella necesitaba.
El suelo estaba deliciosamente fresco. Sintió tentaciones de tumbarse y rodar, gozando de la sensación del frío mosaico en su piel caliente. Calculó el riesgo de que Pritchard o Mrs. Tremlett entraran y la encontraran y decidió que era demasiado expuesto.
Se volvió a vestir.
La casa de verano estaba situada muy alto. Desde la puerta se podía ver la mayor parte del terreno; eran nueve acres. Un jardín delicioso, creado a principios del siglo pasado. Su planeamiento era excéntrico y contaba con docenas de árboles de diferentes especies. A ella le había proporcionado gran placer, pero últimamente ya no la entusiasmaba, como le ocurría con todo lo demás.
El mejor momento del día en aquel lugar llegaba con el frescor de la tarde. Una brisa ligera hacía ondear el vestido de algodón estampado de Ellen como una bandera. Dejando atrás la piscina, entró en un bosquecillo en donde las hojas filtraban los rayos del sol y formaban dibujos cambiantes en la tierra seca.
Felix decía que ella era totalmente libre, desinhibida, pero naturalmente se equivocaba. Sencillamente, ella había destinado una parcela de su vida al sacrificio de la fidelidad en favor del placer. Además, ya no resultaba embarazoso tener un amante, siempre que una fuese discreta; y ella era extremadamente discreta.
El problema estaba en que le gustaba el sabor de la libertad. Se daba cuenta de que estaba en una edad peligrosa. Las revistas femeninas que hojeaba (pero nunca leía de verdad) le decían constantemente que era ahora cuando una mujer pensaba en los años que le quedaban, decidía que eran sorprendentemente pocos y se proponía llenarlos con todas aquellas cosas de las que había carecido hasta entonces. Los jóvenes escritores liberados, modernos, le advertían de que la desilusión estaba en esa dirección. ¿Cómo lo sabían? Sencillamente lo adivinaban, como todo el mundo.
Ellen sospechaba que eso no tenía nada que ver con la edad. Cuando fuese setentona podría encontrar un noventón alegre a quien excitar, si ella seguía manteniendo el interés a esa edad. Tampoco era nada que tuviera que ver con la menopausia, que había dejado muy atrás. Sencillamente, lo que ocurría era que cada día encontraba a Derek algo menos atractivo y a Felix un poco más. Había llegado a un punto en que el contraste era excesivo para que fuese soportable.
A ambos les había dado a entender cuál era la situación, a su manera indirecta. Sonrió ahora al recordar lo pensativos que habían quedado, cada uno de ellos, después de que ella les diese a conocer su disimulado ultimátum. Conocía a sus hombres: cada uno analizaría lo que ella había dicho, lo comprendería después de pensarlo un poco y se felicitaría por su propia perspicacia. Y ninguno sabría que le estaban amenazando.
Salió del bosquecillo y se apoyó en una valla, al borde de un campo. Un asno y una vieja yegua compartían el prado: el asno estaba allí por los nietos y la yegua porque en otro tiempo había sido la cazadora favorita de Ellen. Para ellos todo estaba bien; no sabían que estaban envejeciendo.
Cruzó el prado y trepó por el terraplén hasta la vía del ferrocarril en desuso. Las locomotoras de vapor habían pasado por aquí, humeantes, cuando ella y Derek eran personas mundanas jóvenes y alegres, que bailaban jazz y bebían demasiado champán y daban fiestas que realmente no podían permitirse. Siguió caminando a lo largo de las vías oxidadas, saltando de una traviesa a otra, hasta que algo pequeño y peludo salió corriendo de debajo de la podrida madera ennegrecida y la asustó. Bajó corriendo por el terraplén y se encaminó hacia la casa, siguiendo el arroyo a través del espeso bosque. No quería ser otra vez una joven alegre; pero aún quería estar enamorada.
Bueno, había puesto las cartas sobre la mesa, sin duda, con los dos hombres. A Derek le había dicho que su trabajo estaba apartando a su mujer de su vida y que tenía que cambiar su modo de ser si quería conservarla. A Felix le había dicho que no sería siempre su juguete.
Ambos quizá se doblegasen a la voluntad de ella, lo cual la dejaría con el problema de tener que escoger. O ambos decidirían que podían vivir muy bien sin ella, en cuyo caso a ella solamente le quedaría sentirse desolée, como una muchacha en una novela de Francoise Sagan; y sabía que eso no iba con ella.
Bueno, suponiendo que ambos estuvieran preparados para hacer lo que ella deseaba ¿a quién escogería? Y mientras daba la vuelta a la esquina de la casa pensó: probablemente a Felix.
Asombrada, vio que en la avenida estaba el coche y que Derek estaba saliendo de él. ¿Por qué estaba tan temprano en casa? Él la saludó con la mano. Parecía feliz.
Ella se acercó a él corriendo y, llena de remordimientos, le besó.